martes, 4 de agosto de 2009

Situación límite

Encerrada en el baño, se sentó en el inodoro aguardando una respuesta. Se miró al espejo. Estaba pálida, demacrada, ausente. El baño parecía más pequeño que de costumbre.

Esperó unos segundos el resultado del evatest. Temblando. Más nerviosa que cuando rendía sus exámenes orales. ¡Por favor, que no de positivo! Era en vano. Estaba embarazada.
Observó de nuevo el resultado. No podía ser cierto. No podía tener tanta mala suerte.
No había caso. Lo hecho, hecho estaba.

Ahora lloraba. Desconsoladamente. Las lágrimas caían de sus ojos como lluvia.
Todo su mundo parecía venirse abajo en un instante. Todos sus sueños, sus planes, tirados a la basura. ¿Qué haría ahora? ¿A quién contárselo? Sus padres la mirarían con desprecio. Como si fuera una puta. ¡Dios mío! ¿Qué hice?

Decidió no pensar más. Hacer como si no hubiese pasado nada. Salió del baño, directo para su cuarto. Se puso un jean, dos remeras, un pulóver. Faltaban las zapatillas. ¿Dónde las había dejado? Ah, en el living. Las había dejado el día anterior, después de llegar de la facultad.
Tomó una de las lapiceras amontonadas al lado del teléfono de la cocina. Sobre un papelito, escribió: Ma, no me esperes para comer. Fui a estudiar de Flor.
Cerró la puerta del garage con llave. Una vez en la calle, se dejó llevar. Necesitaba un poco de aire puro. Si es que se le puede llamar aire puro a esto, murmuró en voz baja, luego de fumarse el caño de escape de un colectivo de línea.

Caminaba sin rumbo, con el cuerpo liviano y la mente en blanco. Por lo menos, eso intentaba. Vaciar su cabeza, no pensar en nada, solo caminar.
Se detuvo en un puesto de diarios. Luego de hojear algunas revistas, compró una de tapa dorada. Sacó cinco pesos de su cartera y se los dio al diarero. Siguió camino.

Al cruzar la calle, sintió una vibración en uno de los bolsillos del pulóver. Miró su celular: tenía dos llamadas perdidas. No tenía ganas de responder. No estaba para nadie. Ni siquiera para su novio.

Sin darse cuenta, hacía unos segundos que estaba parada en el medio de la calle. Los automovilistas la esquivaban, le tocaban bocina, le gritaban. Pero ella no reaccionaba. Era como si no estuviera ahí. Como si su cuerpo y su mente se hubiesen separado. Su cuerpo estaba ahí, pero su mente volaba por otro lugar. De repente, volvió en si. Un taxista le hacía gestos con la mano para que se corriera. Un chico de su edad le ayudaba a cruzar la calle y le decía:

- ¿Estas bien? ¿Te pasó algo? ¿Querés que te compre una botella de agua?

Ella respondía que estaba bien, que solo se había mareado un poco. Y luego de agradecerle al chico su gesto, seguía caminando, con la cara fría y las manos entumecidas.

Se detuvo en una confitería. Necesitaba comer algo. Desde la noche anterior no probaba bocado. El estómago parecía habérsele cerrado. Quizás comiendo algo se me aclaren un poco las ideas, se dijo para si misma.

Se sentó en una de las mesas cercanas a la ventana. Luego de pedir un café con medialunas, sus ojos quedaron detenidos en la gente que pasaba por la vereda. Un niño le pedía a su madre que le comprara un juego de computadora. La zamarreaba del tapado, casi llorando, con la cara colorada y el pelo alborotado. Pero la madre no cedía. Seguía caminando, al mismo tiempo que hablaba desde su teléfono celular. Un viejito pasaba arrastrando un bastón. Aunque le costaba infinitamente cada paso, su esfuerzo era admirable. Y conseguía su objetivo. Con un poco de voluntad todo se puede lograr, pensó.

Ahora su atención se concentraba en una mujer embarazada. Un muchacho que iba de la mano junto a ella, le acariciaba y besaba la panza. Una sensación de ternura le subió por todo el cuerpo. Ya no sentía angustia. Tampoco temor. La posibilidad de tener un hijo debía ser recibida como una bendición. No importaba lo que pensaran sus padres ni su novio. Lo tendría sola, si fuera necesario.

El café con las dos medialunas ya estaba en la mesa. Se quitó el pulóver y devoró su desayuno en tiempo récord. ¿Cuándo le daría la noticia a sus padres? ¿Y a su novio? ¿A quién decírselo primero? Dudaba; luego se sonaba los dedos y se estiraba contra el respaldo de la silla. Lo más justo era que él lo supiese primero. En definitiva, siendo el padre del futuro bebé, tenía la prioridad. ¿Y si se enojara con ella? ¿Si no quisiera hacerse cargo del nene? No modificaba en absolutamente nada su decisión.
Aparte, ¿de qué la podía culpar? La responsabilidad era de ambos. En esos casos, siempre era así. Cincuenta y cincuenta. ¿Por qué el hombre debería ser menos responsable que la mujer?
En todo caso, la mujer es la más perjudicada. Porque el bebé crece en la panza de la mujer, no en la del hombre. Solo ella es la que sufre con los mareos, las nauseas, los cambios de ánimo. Y ni que hablar del dolor del parto. Mmm… El parto. Espero no sufrir mucho.

Una imagen iba ganando su pensamiento: ella, con la cara sudorosa y la piel arrugada, pujando con todas las fuerzas depositadas dentro suyo para dar a luz a su primer hijo. Un súbito escalofrío le heló los huesos. Todo va a salir bien. Hay que tener fe. Todo va salir bien, se repetía, notando que le temblaba el labio inferior de la boca. Otra vez el miedo volvía a jugarle una mala pasada. Intentó serenarse. Respiró profundo unas cuantas veces, pagó el desayuno, dejándole una propina al mozo, y salió de la confitería.

Buenos Aires lucía siempre igual a esa hora. Gente por todos lados, amontonada, llena de preocupaciones, apurada por llegar a equis lugar. Tan cerca y a la vez tan lejos de los demás. Cada uno en su mundo. Cargando con sus problemas, sus angustias, sus desdichas.

Necesitaba compartir su secreto con alguien antes de enfrentar a su novio. Paró un taxi con la mano y se subió en su parte trasera. Unos segundos atrás había pensado ir caminando hasta el departamento de su amiga, pero tardaría mucho. Y lo que tenía que contar ella era urgente.

Apoyó la cabeza en uno de los cabezales del auto. El taxista escuchaba un CD de folclore; ella recordaba.
Su novio y ella entrando en su casa; la cara de su madre desencajada; la de su padre indiferente. Ella sabía como eran las cosas, pero había decidido revertirlas. Conocía la opinión de su madre:

-Vos te mereces algo mejor, Vicky. No está a tu altura. ¿No te das cuenta?

También la de su padre:
- Dejala Elena, ya se va a aburrir. Son cosas de chicos. ¿Cuánto le puede durar ese pobrecito?
Y ahí estaba nuevamente la voz de su madre retumbando en sus oídos:
- Ni se te ocurra traerlo acá. No es bienvenido. Que lo sepa. Terminá esta relación cuanto antes que me estás dando un gran disgusto.

Su novio estaba ahí, transpirando. Y ella miraba con los ojos brillosos a su madre, buscando un poco de compasión. No, de compasión, no. De comprensión.
Pero Elena no modificaba su actitud y le decía a su hija, con la mirada rebasada de odio:

- Ni sueñes con que se quede a comer. ¿Le dejaste en claro lo que pienso de él?
- Pero mamá, ya hablamos de esto…
- Si, ya hablamos. Ya sabés lo que tenés que hacer. Me estás defraudando.
- Pero mamá, yo lo amo y…
- Dejá que hable con tu mamá Victoria, dijo su novio con la voz firme, seca.

Todos miraban atentamente al joven. Incluso el padre, que hasta ese momento parecía poco interesado por la conversación.
- Mire, señora, se lo digo con el mayor de los respetos. Yo la amo profundamente a su hija y no estoy dispuesto a perderla. No entiendo por qué me odia. Ni siquiera me conoce. Déme una oportunidad, al menos.

Elena no podía creer la insolencia del muchacho, su atrevimiento.
- No necesito conocerte. Porque conozco muy bien a la gente de tu clase. Se quieren salvar a toda costa. Y si lo pueden hacer engañando a una chica fina, bonita y de buenos modales, mejor aún.
- Disculpe señora, pero no le puedo permitir que diga eso. Que no venga de una familia de plata, no significa nada. No todos tienen esa suerte. Mis padres se han roto el alma para darme lo mejor. Y me han educado como a una persona honrada. Eso es lo que cuenta.
- ¿Cómo te atrevés a contradecirme en mi propia casa? No tenés nivel para mi hija. Metetelo en esa cabecita grasosa. Por favor, retirate de mi vista. Y no vuelvas a pisar esta casa.
- Pero mamá…
- Ni una palabra más. Con vos voy a hablar más tarde.
- Vos, papá, ¿no decís nada?; ¿te vas a quedar callado como siempre?
- Ya lo dijo todo tu madre, hija. ¿Para qué agregar algo?

El taxista estacionó frente al departamento de su amiga. Cruzó la calle, tocó el portero, planta baja, segundo.
Esperó unos segundos impaciente. Con la garganta contraída. Se movía de un lado a otro, formando un círculo con sus pasos ¡Al fin! Allí estaba Flor, con camisón, pantuflas y un rodete en el pelo. Al observar su cara, su amiga descubrió que algo andaba mal. Se conocían desde muy chicas; con solo mirarse sabían lo que estaba sucediendo.

-Que carita, nena. ¿Qué te pasa?
Victoria no alcanzó a contener sus lágrimas. Abrazaba a su amiga y lloraba.
Entraron al departamento. No había nadie; estaban solas. Podían hablar con tranquilidad. Pero las palabras no salían de su boca. Le costaba respirar. El corazón le palpitaba a gran velocidad.

- Por favor, Vicky. Decime que pasa. Me estás asustando.
- Estoy… estoy embarazada.
- ¿Embarazada?
- Si, no se que hacer. Sos la primera en saberlo.
- Pará, si vos siempre te cuidás, ¿cómo puede ser?
- La semana pasada no me cuidé. No sé donde tenía la cabeza. Ahora ya está.
- ¿Cuándo te hiciste el evatest?
- A la mañana temprano.
- Hagamos una cosa. Voy rápido hasta la farmacia de la esquina, compro otro y lo hacemos de nuevo.
- No hay caso. Estoy embarazada.

Su amiga se cambió en cuestión de segundos y salió por la puerta. Ella se quedó recostada en el sillón del living. Había varios diplomas allí. El título de abogado del padre de Flor (una copia debe ser; el original lo debe tener en el estudio); el de dermatóloga de la madre; un poco más arriba, aparecía el nombre de su hermano, acompañado de la palabra arquitecto.
Prendió la televisión. Cambiaba los canales sin prestar demasiada atención. Como si estuviera en otro lado.
Al oír las llaves de la puerta, se levantó de un salto. Su corazón se volvía a acelerar al notar que su amiga traía el evatest en su mano derecha.

Tomadas de la mano, entraron las dos juntas al baño. Mientras Victoria se sentaba en el inodoro, Flor apoyaba su cuerpo en la punta de la bañadera. Esperaron unos minutos.

- ¿Y? ¿Qué salió?
La cara de Victoria parecía despejar la duda que podía quedar.
- De nuevo una rayita. Estoy embarazada.
- ¿Cómo de nuevo una rayita? ¿A la mañana te salió una rayita también?
- Si, ¿por?

Una repentina carcajada brotó de las cuerdas vocales de Flor. Victoria pensó que su amiga se había vuelto loca, pero no. Eran risas de alegría. La rayita que aparecía en el evatest confirmaba que Victoria no estaba embarazada. El evatest había dado negativo. Las indicaciones así lo decían: una raya, negativo; dos rayas, positivo. Ahora Victoria reía también. ¡Cómo podía haberse confundido con una cosa así! Ya no importaba. Se abrazaba con su amiga y gritaba; y volvía a vivir. Aunque unos minutos después, sus sentimientos se tornaban contradictorios. Ya no era felicidad lo que sentía. Una parte de ella sentía alivio, pero la otra no; la otra pensaba en ese hijo que creía tener dentro de su panza unos minutos atrás; esa parte no estaba aliviada; estaba vacía; casi como si le faltara algo, o alguien.


BARRETO

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