martes, 30 de junio de 2009

Memorias

Recuerdo aquel día como si fuera hoy. Mi madre, sentada en uno de los extremos de la mesa de la cocina, parecía haberse decidido a decirnos eso que venía postergando desde hacía una semana.

Mi hermana, con sus ínfimos 10 años, no entendía lo que sucedía. Yo, cinco años mayor, imaginaba cual sería el tema del que nos hablaría mamá: papá.
Ese hombre que siempre lucía elegante, de hablar pausado y voz grave, no había aparecido por casa en esa semana. Según mamá, estaba de viaje, en el norte del país.

No queriendo dudar de las palabras de mi madre, decidí creerle, casi obstinadamente, aunque por dentro me carcomiera una rara incertidumbre.

Quizás, eso que sentía mi cuerpo no era otra cosa más que el anuncio de lo que vendría.

Mamá, ahora intentando juntar coraje para hablarnos con firmeza, me miró con ternura, como si estuviese pidiéndome perdón con sus ojos.

¡Pobre mamá! Debió haber pensado que sus hijos la culparían por lo que había ocurrido. ¡De ninguna manera! Ni la culpé en ese momento ni la culpo ahora. Tampoco Victoria. Pero ella debió sentirse así: culpable.

Al advertir que le costaba hablar (su voz era débil y sus palabras entrecortadas), le alcancé un vaso de agua para que se recuperara.

Luego de darle un beso en la mejilla y de abrazarla, me senté a su lado. Mi madre, recobrando la fuerza de a poco, se dirigió hacia nosotros.

Mientras escuchaba atentamente sus palabras, mi corazón latía cada vez con mayor fuerza.

Ella decía que papá se había ido de la casa. Que las cosas no estaban bien entre ellos. Que se tomarían un tiempo. Que no era algo definitivo.

Victoria lloraba y mamá (¡pobre vieja! ¡Cómo la extraño!) se levantaba de su silla para consolarla.

Yo, inmóvil como una estatua, sentía el alma resquebrajarse. Mi cuerpo pesaba demasiado, como si tuviera kilos y kilos de ropa mojada sobre él.

El llanto de mi hermana se fundía ahora con el de mi madre, cargando la atmósfera con un aire pesado, irrespirable.

Deseaba llorar, para sacar toda la angustia que tenía contenida, pero era imposible. El llanto se había atorado en mi pecho y, aunque luchaba por salir, no lograba su cometido.

Creí en ese instante que no podía llorar porque la situación me había sobrepasado.

Con el correr de los años me di cuenta de que no era eso lo que me impedía derramar mis lágrimas.

Era mi personalidad la que se encargaba de ahogar mi llanto, una y otra vez. Es más, creo que algunas personas nacen para llorar y otras no. Bueno, yo soy de las que no. No porque no quiera sino porque no puedo.

Acaso a través de estas memorias busque la manera de exteriorizar aquello que guardo en lo más hondo de mi ser.

Tenía quince años. Pero me había transformado en un hombre.
Si, aunque a muchos le parezca una locura, a mis quince años ya era un hombre maduro, a pesar de que mi cuerpo de niño se encargara de disimularlo.

Ese día marcó mi vida para siempre. No lo podía percibir en ese momento, pero así fue.

Ya nada volvería a ser igual.

A mi padre nunca más lo volvimos a ver. Si bien nos mandaba mensualmente dinero para cubrir los gastos de la casa (llegaba en un sobre negro, con los bordes blancos), lo hacía por medio de un primo suyo que vivía en nuestra manzana.

Al cumplir 20 años, me enteré que tenía una nueva familia y que se había mudado al interior del país.

Me fue imposible no guardarle rencor.
Aunque ahora, después de largos años de vida transcurrida, no distingo con exactitud lo que siento por él.
No lo odio. Tampoco lo extraño. Tal vez, trato de comprenderlo.

Porque es bien cierto que la comprensión que tuve con mi madre no la tuve con él. Quizás no se merezca ni eso. Que se yo. Es tan compleja la vida.

¿Cómo puede una persona con quince años convertirse en un hombre? ¿No tiene el derecho de vivir las mismas experiencias que los chicos de su edad?

Más allá de estas reflexiones, decidí a esa corta edad aceptar sumiso lo que el destino ponía delante de mí.

La plata que mandaba mi padre no alcanzaba para llegar a fin de mes; mamá nunca había trabajado en toda su vida (¡perdón! en realidad había trabajado y mucho como ama de casa, criándonos a mi hermana y a mi con todo su amor); Vicky era muy chiquita.

La conclusión era inevitable: debía buscar un trabajo para poder mantener a la familia. Aunque mamá no se animara a decírmelo, yo sabía que ese era mi deber.

No podría haber actuado de otra manera. Si no laburaba, nos comían los piojos.

Sintiendo el peso de la familia sobre mis espaldas, me postulé para todos los trabajos disponibles que encontraba. Pero era difícil conseguir algo.
No tenía experiencia y, como era chico, la gente consideraba que no iba a estar capacitado para rendir en forma satisfactoria.

Una de las cosas que más lamento de mi juventud es haber abandonado mis estudios tan tempranamente. Mis sueños de convertirme en alguien importante, reconocido por los demás, se acercaban cada vez más a una utopía.

Desde los quince años hasta los veinte anduve deambulando por distintos empleos. Me pagaban poco, me trataban desconsideradamente, me hacían sentir como un animal.

Pero yo sabía que con ese dinero podía llevar tranquilidad a mi casa. Y eso me reconfortaba.

A partir de los quince años la realidad se me mostró tal cual era. Dura. Ingrata. Miserable. Injusta. Tal cual eran los seres humanos.

A pesar de todo, ese contacto desde muy chico con la cruel realidad me hizo más humano, más solidario con las penurias del prójimo, aprendiendo a valorar las cosas esenciales de la vida.

A los veinte años encontré mi primer trabajo estable. Trabajaría en una empresa de construcción junto con mi primo Sebastián.

Luego de releer este fragmento de mis memorias, repaso velozmente mi vida. Y, la verdad, es que no me ha ido tan mal.

A los 25 años me casé con Romina, una mujer con todas las letras; tuvimos 3 hijos, de los cuales estoy profundamente orgulloso. A fin de de cuentas, no me fue nada mal. Al contrario, creo que me ha ido bastante bien.

BARRETO

domingo, 28 de junio de 2009

Mes amis

Los proyecto como un fuego incandescente… ¡Si! ¿por qué no? Un fuego heraclíteo.
Se que, cuando esbozan un paquidermo en la quietud, están acicalándose como pájaros en sepia. Se que mi ausencia les pesará y que, de todas maneras, esperará por mi ese vaso de cerveza caliente o esa taza de café negro glacial, como la muerte. Se que aman, odian, duermen, sueñan, entrañan, extrañan y conocen tantas terrazas como subterráneos. Se que entienden a la noche como un pañuelo en donde se seca la luna y que jamás se quemarán con el esplendor desdeñoso del día. Se que mis cicatrices valen por mil fotografías, porque ellos atestiguaron todas mis muertes. Se que tan poco me conozco que, a veces, necesito de su reflejo para recordar quien soy. Se que el ardor en los huesos es música cuando los pienso. Se que estuvieron, están y estarán, porque son mis amigos: Los hermanos que elegí para amainar los males de las frías estocadas de la vida.
A ellos… ¡nunca dejen de morir!
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Exorcizó Sanrod.
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martes, 23 de junio de 2009

no(K)

un país que derrocha mil lágrimas,
Mil sueños, mil deseos.
Agrietados y perversos,
Húmedos y tentadores.

Y la soledad.

las estrellas se apagan
Y el verano se torna en gris otoño
las luces de las ciudades,
Escandalosas y taciturnas,
Sonrojan a la luna impotente;
Cien gargantas gritan, como astros,
consumidas en el exilio
de la amarga primavera
¿Donde un sol que adorar?

un país sin presente
Diezmado, exhausto y aturdido
un país sin pecado
Lascivo, romo y eterno.
un país sin besos.


Y la soledad



Por da Rabbit .

sábado, 6 de junio de 2009

Cáscaras de mujer

Será el puente de tus articulaciones el verde meollo de las crepusculares siluetas que se yerguen, danzantes, sobre el montículo que suponen mis vestiduras. Llevo mis labios por doquier, secos como sí estuvieran menopáusicos, vivos como la menarca, muertos como el monarca. No importa, los paseo por toda cáscara de mujer, por cada recóndito e inhóspito terreno que el hombre rechaza, reticente de él, abocado al camino del hombre (el hombre redundante: hombre como hombre y hombre como hombre). Reniego de mis ojos, que encontraron en tu cintura un aleph, para que mis labios mojen otras cinturas... para que susciten otras muertes y, así, vuelvan a secarse. Amalgamo mis manos, que sudan como horribles luchadores de sumo, con el puente de tus articulaciones para llegar a tu cintura, trascenderla y ligar todo predicado con un sujeto (yo). La nueva cáscara de mujer y yo... mojada por mis labios, ahora secos.

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Automatizó Sanrod.