jueves, 29 de octubre de 2009

Hasta luego

¿Y si de una vez por todas somos quienes deseamos ser? ¿Y si de una vez por todas luchamos por sacar algo de lo que llevamos dentro? No te escribo para lavarte el cerebro con discursos vacíos, con palabras desconectadas de la realidad, con letras muertas. Tampoco pretendo convencerte de nada, me conformo con que leas esto, con que quede flotando en tu cabeza algo de lo que siento como verdadero en este momento. Quizás te parezca estúpido el hecho de perder tiempo en esta tarea un tanto pura, utópica dirías. Más si es lo que sale naturalmente de adentro mío, ¿por qué reprimirlo? ¿Por qué negar eso que contienen mis tripas? ¿Por miedo? ¿A la incomprensión, a las reglas establecidas, a qué?

Me voy para nunca volver. Aún no tengo decidido el destino. Lo más lejos posible de todo. De todos. No creas que es resentimiento lo que me mueve a tomar esta decisión. No le llamaría así. Más bien impotencia, inconformismo, búsqueda. Acaso sea una actitud evasiva, porque escapar no significa resolver, porque huir no es enfrentar. Es probable. También hay otra posibilidad: que este sea mi camino, el que yo elijo, no el que me imponen (voy a ser claro en esta ocasión: estoy agobiado por las imposiciones del resto, me asfixian, me sacan el aire, me acorralan, no me dejan ser).

Me pregunto que intento conseguir con estas líneas y dudo. Tal vez no persiga otro fin que el de reafirmar mis convicciones. Cierto es que en un mundo así hablar de convicciones es hablar de algo difuso, extraño, insignificante.

¿Servirá de algo mi viaje? ¿Qué me propongo encontrar durante esta marcha? Por lo pronto, espero conectar con lo más íntimo de mi ser, indagarme, ponerme a prueba, proyectarme hacia el futuro. Porque si todos somos proyectos, todos estamos en condiciones de transformarnos, de acertar, de equivocarnos, de tachar y arrancar de nuevo.

No estoy seguro de llegar a dar con aquello que tengo como meta, mas la sola oportunidad de atravesar ese proceso justifica mi decisión. Puede resultar raro que hable de procesos cuando todo en este mundo está regido por resultados.

Si lograras entenderme quizás este viaje no me encontrase solo. Si te esforzaras por captar mi mensaje, quizás algo nuevo comenzaría a gestarse alrededor nuestro. No puedo ofrecerte la fórmula del éxito; no puedo prometerte el manual para ser feliz. No solo porque no los tengo; también (pequeño detalle) porque odio la palabra éxito, todo lo que lo rodea, esa cáscara sin contenido. En cuanto a la felicidad, cada cual tiene la libertad de elegir el boleto para arrimarse a ella. Sería más fácil decir que yo tengo la llave; sería falso; aunque si puedo poner esto sobre la mesa: respondo con todas mis armas a lo que soy, a lo que intento ser.

Evalúo la forma de ser otro sin negar a aquel que fui, que está siendo. Trato de construir ese hombre futuro aprendiendo de ese otro que estuvo en mí, que está aún, que me ha dado satisfacciones, momentos inolvidables, también dolores de cabeza, situaciones incómodas.
Estoy harto de este estilo de vida, de esta sociedad, de las presiones, de los mandatos familiares, de vivir como dicen, como se debe. Me produce náuseas tanta falsedad disfrazada, tanto lujo vulgar, tanto humano robotizado. Demasiado intelectual de pacotilla, solo algunos hombres de acción. Y cuando hablo de estos últimos hago alusión a los que se juegan lo que no tienen por cambiar aquello que detestan.

Quizás me vaya para diferenciarme del resto, quizás sea solo un acto de protesta burgués, quizás yo represente solo un engranaje de esta horrible máquina que funciona mecánicamente todos los días sin importar cuanta gente muere en cada pestañeo, sin detenerse en cuanta otra disfruta a costa de los demás.

Claro que me voy. No obstante muchos digan que soy apenas un joven iluso, que dentro de unos años la mirada acerca de las cosas va a presentarse diferente, que con los años las ilusiones se van al carajo, que corresponde al proceso natural de todo ser humano transar sueños por experiencia. Dejame soñar al menos. Permitime dudar de lo natural, de lo establecido. De aquello que nos vienen repitiendo desde hace miles de años para encadenarnos más y más. No me siento yo mismo dentro de esta caverna. Sigo mi propia luz, esa única luz que puede iluminarme solo a mí, que seguramente no encienda al posarse sobre otros. O tal vez si. Tal vez esa luz pueda prender en alguien más. No lo se. No depende de mi decisión. Sería maravilloso, claro. Porque ya ahí estaríamos hablando de otra cuestión. De una empresa colectiva. De un proyecto común. Palabras que suenan anticuadas en el presente, que han caído en desuso. Si, leíste bien. Hago referencia al conjunto. Y como ya se lo que me vas a decir, me permito anticiparme a tu respuesta. Mi plan contiene en su origen una falla fatal: ¿de qué me sirve tanta búsqueda, tanto replanteamiento de mi vida, si en definitiva, vaya donde vaya, el entorno me succionará, me atrapará en sus redes hasta que un día negro y lluvioso como el de hoy, diga para mis adentros que ya no es posible ir contra la corriente, grite con angustia que la batalla está perdida, que todo aquel bello sueño había pertenecido a la imaginación, no pudiendo salir nunca de allí? Claro está que sería más cómodo ese tipo de razonamiento; me permitiría llevar una vida monótona, tranquila, sin grandes alteraciones, sin inconvenientes mayores. Prefiero desandar otros senderos. Aunque nunca alcance lo anhelado. Con perseguirlo me basta.

Me despido de vos con alegría, con esperanza, sabiendo que en alguna estación nos podremos encontrar. Y si esto nunca pasara, aparecerán casi misteriosamente los recuerdos, encargados de entrelazarme nuevamente con vos, con mi pasado, con lo que fui.



BARRETO

lunes, 5 de octubre de 2009

En el camino

Camino por las calles de Potosí, un poco abrumado por la altura (los 4100 mts de la ciudad no me han dejado dormir de corrido la última noche), mascando coca y con la mochila de mano sobre mis hombros. Mientras entro a una agencia de turismo (en realidad, no se si le puedo llamar agencia pero es el único nombre que me viene a la mente en este momento), mis amigos se encargan de sacarle algunas fotos a la plaza central, muy pintoresca por cierto, manteniendo en su arquitectura la herencia de nuestros ancestros. Los llamo a los chicos para decidir que excursión haremos al otro día (el resto de ese jueves lo dedicaremos a recorrer museos), me pongo a hablar con dos argentinas que habíamos conocido en Uyuni, examino mi billetera, haciendo cálculos respecto del tipo de cambio. Como era de esperarse, debido a nuestro proclamado compromiso social, optamos por realizar la excursión a las minas del Cerro Rico. Ya estoy recuperado del dolor de cabeza, no necesito más de esas hierbas en mi boca, guardo la bolsa de coca en un bolsillo, miro detenidamente el paisaje que nos rodea. Nos llama la atención los buses importados que transitan las calles, nos subimos a uno de ellos, solo para averiguar que se siente, y claro, alguien puede decirnos que se siente lo mismo que en cualquier transporte público, pero estamos de vacaciones, lejos de casa, aunque en nuestra Latinoamérica querida, debe ser por eso que tiene otro sabor; debe ser por eso que dejamos atrás la compañía del reloj cárcel, esa sombra que nos acecha el resto del año y nos lleva a ser solo uno más dentro de esa vorágine que solemos denominar vida; debe ser por eso que nuestros celulares han dejado de ser una mercancía preciada, y como si quisiéramos darle una cachetada a la sociedad de consumo, habitan en algún lugar de nuestros bolsos, juramentándonos olvidarlos para siempre, al menos hasta que termine esta travesía. Mis viejos saben que los llamaré cada dos o tres días para ponerlos al tanto de las últimas novedades, de los próximos destinos, así que no hay nada de que preocuparse. Porque si uno elige hacer un viaje así, debe tener en cuenta que algunas comodidades burguesas deben ser resignadas, a tal punto de compartir un baño con 30 personas o dormir en el mismo cuarto que un tipo que desde varios días atrás realiza malabares para no ser alcanzado por el agua de la ducha. Es en esos momentos donde uno se pregunta (lo comentaba esta mañana con los chicos): de todas las necesidades que tiene el hombre del siglo XXI, ¿cuántas son verdaderamente suyas y cuántas impuestas desde fuera?

Es viernes ya. Nos espera la visita a las minas. Subimos a una combi con otros argentinos (nos cruzamos con compatriotas por todas partes, de nuestra edad fundamentalmente, entre 20 y 30 años, y nos parece que estamos en casa, no logro describir del todo este sentimiento mas es como si cuando uno está lejos le brotara un cierto patriotismo que lo empuja a una valorización de su país, a un amor por sus raíces, descubriendo un sentido de pertenencia antes escondido).
Escribo en los ratos que puedo. Por un lado, el tiempo dedicado a la escritura me priva de ciertos detalles o acontecimientos que merecen ser vividos, al menos observados. Por el otro, me permite registrar lo que pienso en ese instante, las sensaciones que emanan de mi cuerpo, esas cosas que solo pueden ser volcadas a la hoja en el tiempo presente, ya que en el futuro aparecerán en nuestra memoria fragmentadas, recortadas, indescifrables.

Detengo mi mano derecha, la cual empuñaba un segundo atrás la lapicera y pongo atención a las palabras del guía: habla acerca de la historia de Potosí, de su importancia en los siglos XV y XVI como centro económico y cultural del mundo. Es inevitable que me quede reflexionando, con la voz del guía escuchada desde lejos. Es razonable también que me acuerde de Galeano y sus venas abiertas, de su definición de Potosí, de esta Potosí, no de la vieja, no de esa que supo ser. Ciudad pobre de la pobre Bolivia, escribía Don Eduardo. Y esas letras que al estar adormecidas en un libro parecen perder algo de valor, de pronto se llenan de sentido, despiertan, tienen luz propia.

Llegamos al lugar donde debemos ponernos la vestimenta que usa diariamente el minero. Pantalón, botas, casco con linterna. Creo que no me olvido de nada. La combi no puede subir más; el terreno es muy empinado y la carga del vehículo considerable. Recorremos los últimos metros a pie, esforzándonos por mantener el equilibrio, ayudándonos con el peso del que tenemos al lado. La mina esta ahí, enfrente nuestro; es una cueva, más bien, lo cual infunde una pizca de temor a los futuros visitantes. Alguien huye a último momento, no animándose al reto. El resto seguimos camino (yo no tengo miedo, me da gracia estar pensando en este momento en la cara que pondrían mis viejos, un tanto claustrofóbicos, una vez dentro de esa oscuridad subterránea).

Todo parece andar de maravillas. Tengo que avanzar agachado, mi altura no encaja con el lugar, pero me adapto rápido, camino casi en cuatro patas, el olor a arsénico ingresa por la nariz, es allí el primer momento en que tomo relativa conciencia de los pobres mineros que aún trabajan allí, bajo esas condiciones; me distraigo con un amigo que luce pálido, le falta un poco el aire, y si, es espeso, hay que concentrar la cabeza en otro lado, porque si no te pones blanco como un papel. La psicología es fundamental, incluso en estas situaciones, hay que relajarse, respirar profundo. Mi amigo se recupera de a poco. Todo perfecto entonces. Pero no. Porque veo al minero trabajando y ya nada es lo mismo; mis ojos observan como algunos turistas le ofrendan cigarrillos y anís, la manera en que otros le sacan fotografías, y ya nada es lo mismo; la escena me impacta, me sacude. Llega a mi cerebro la imagen de un circo, de un espectáculo atroz, ya que esta vez no son animales los que animan la función, son los mismos seres humanos, humillados casi imperceptiblemente por otros seres semejantes. Ya nada es igual. Mis amigos me miran, y a pesar de que no dicen nada, me doy cuenta de que advierten lo mismo, menos mal, no estoy tan solo, me digo para mis adentros que no pertenezco a esta locura, me lo repito para convencerme, no lo logro, soy parte de este juego y no puedo escapar, soy parte del show y no hago nada por salirme, por pegar un portazo, no soy mejor que el resto, tan solo uno más, solo uno más.
Ahora estamos en el final del recorrido por las minas. El guía, un ex minero de nombre Roberto, nos habla acerca de la figura del Tío, una especie de diablo (para nosotros simplemente un muñeco) creado por los españoles en la época de la conquista para retener a los mineros dentro de las minas. Me quedo pensando entonces en la religión, en cómo ha sido utilizada a lo largo de la historia para oprimir al hombre, para dominarlo. Antes de salir de la cueva alguien pregunta (creo que es uno de mis amigos, no veo bien porque estoy un tanto relegado) cuál es la edad promedio de vida de un minero. Treinta y cinco años, contesta con naturalidad Roberto, casi como cierre de excursión. Se baja el telón y cada uno sigue con su normalidad cotidiana.

Ya son las nueve de la noche pero esa experiencia en la mina es difícil de olvidar. Me baño al tiempo que algo dentro mío me dice que ese espíritu crítico que parece estar cobrando forma, ese asomo de responsabilidad social, se diluirá en pocos horas. Me resisto a los dictados de mi conciencia, evaluando la posibilidad de que al término de ese viaje pueda surgir un hombre nuevo, que reemplace al viejo, convirtiéndose en algo menos superficial, privilegiando el contenido por sobre el envase, ya no quejándose de la realidad (en actitud pasiva, desesperanzada) sino poniendo lo que hay que poner para transformarla, para mejorarla.

Nos dirigimos hacia nuestro próximo destino: Vallegrande. Aunque nos dijeron que la excursión es bastante comercial (no dudamos de que así lo sea) tenemos como premisa pisar el mismo suelo que hace cuarenta años atrás pisó Ramón. Si bien es cierto que desde que pusimos el primer pie en este querido país nos preguntamos cómo pudo ser posible que alguien más o menos sensato creyera en la posibilidad de una revolución socialista aquí mismo, de nada sirven estos análisis si no tenemos en cuenta el contexto histórico (frase que le he escuchado a mi viejo en reiteradas ocasiones, muchas de las cuales la utiliza para ganar la discusión). La mayoría duerme dentro del colectivo; yo aprovecho para volcar algún contenido sobre el papel. En toda nuestra estadía en el país, hemos tratado de congeniar con el indígena, mas resulta una tarea al menos de prolongada duración en el tiempo. Surgen distintas hipótesis dentro del grupo de amigos, tratando de encontrar una explicación a esa falta de interacción, a esa impenetrabilidad. ¿No somos todos latinoamericanos acaso? Una respuesta probable está relacionada con el color de nuestra piel. Que se entienda bien. A nosotros (pongo solo las manos en el fuego por mí y por mis amigos) nos importan un bledo las diferencias raciales. Mas ellos, parecen ver en nuestras personas (de tez blanca, europeizadas) el color de la opresión. Y está más que justificada su desconfianza. Luego de siglos de explotación, decir blanco es decir opresor. Es tan solo una hipótesis, deslizada con un mate y unas galletitas dulces de por medio, mas si esto fuera así se derrumbaría quizás eso que ha dado por llamarse a lo largo de las décadas como unión latinoamericana (proclamada por todo tipo de políticos, llevada a cabo con convicción por muy pocos), convirtiéndose solo en una bella ficción. Un amigo lo plantea en estos términos: ¿cómo es posible que haya unión entre tipos que desconfían entre si? Hay que construir ese eslabón, responde un cordobés que para en el mismo hotel que nosotros, con los ojos brillosos, con esa chispa en la mirada que nos hace creer que eso es verdaderamente alcanzable. Y si. ¿Por qué no? Me pregunto eso al escribir estas líneas. Luego recuerdo una frase y la adapto un poco: El futuro encontrará a los latinoamericanos unidos o dominados. No queda otra alternativa.

Llegando a Vallegrande, pienso en Ramón. En su vida, en su lucha. No en el mito, sino en el hombre de carne y hueso, ese que murió como vivió, ese que predicó con el ejemplo. También pienso en Luis, aunque estoy seguro que la historia no le guardará el mismo lugar. Y es lógico que así sea, porque se quedó con el traje de político, poniéndose el de revolucionario solo para llegar a la meta. Ramón el idealista, Ramón el odiado por miles, Ramón el amado por otros tantos, Ramón el que nunca pasa desapercibido, Ramón el que despierta sentimientos contradictorios, Ramón el que le incomodaba la vestimenta de político (simplemente porque no lo era), Ramón el argentino. El chofer del micro grita que ya llegamos, yo sigo escribiendo, ganado por la emoción de dejar sentado en algún lado mis pensamientos. Ya bien lo decía Don Roberto: cuando se tiene algo que decir se escribe en cualquier parte. Luego pienso en el primer presidente indígena de la historia de este país; en su revolución, en esa utopía convertida en realidad. Coloco el anotador en la mochila y empiezo a recorrer Vallegrande.

El viaje está llegando a su fin. En la terminal de San salvador de Jujuy, aguardamos por el micro que nos llevará de regreso a Buenos Aires. Considerando que hemos pasado los últimos dos días viajando (micro, tren, ahora de nuevo micro), la ropa se nos pega al cuerpo, necesitando una ducha urgente (hay ciertos lujos burgueses que están tan arraigados en uno que resulta trabajoso despojarse de ellos). En todo el trayecto de vuelta mi cabeza retoma la idea del nacimiento de un hombre nuevo. Es cómico porque en un momento me duermo y de repente estoy soñando. Alrededor de una mesa redonda están sentados el hombre nuevo y el hombre viejo. Se miran como estudiándose, atentos a los movimientos del otro. El hombre viejo parece más seguro de sí mismo, cual si se sintiera protegido por una superestructura. Aunque el nuevo no se queda atrás, propone pelea, llevando en su pecho la llama de la esperanza, de la rebelión, de la transgresión. Su figura es un tanto borrosa, no se ha conformado del todo. Es allí mismo, sentado en esa silla de madera, que advierte que la convivencia entre ambos nunca será pacífica, que para poder soñar con un futuro propio, deberá vencer a su contrincante; solo así podrá empezar a cambiar la historia (al menos la suya).




BARRETO