martes, 24 de noviembre de 2009

Sin Título

Definitivamente nos persigue. Mierda por aquí, mierda por allá. Mierda de seres humanos. Seres humanos de mierda. Y aunque podría seguir así infinitamente, ya mi querido Sanrod se ha encargado con su aguda pluma de zambullirnos en ella. La pregunta que le formularía respetuosamente a mi camarada sería, en todo caso: ¿es posible escapar de ella?; o en su defecto: ¿cabe soñar con un entorno un poco más puro, mas limpio, quizás? Entonces aquí abrirían sus compuertas algunas reflexiones un tanto molestas, persecutorias, que desnudan unos centímetros de lo que somos.
En la Argentina todos se quejan de la mierda alrededor. Mierda con olor a inseguridad, mierda con olor a pobreza, mierda con olor a desigualdad, mierda con olor a corrupción. La lista es larga. Ahora, ¿qué hacemos por extirparla? Es verdad, extirparla es un imposible. Digámoslo de esta manera: ¿qué ponemos de nosotros para aromatizarla? No me convence tampoco, suena a reformismo de cotillón. A ver así: ¿qué mierda hacemos por no estar hasta el cogote de mierda? (no muy refinado aunque con mayor llegada tal vez). Hagamos un simple ejercicio: comencemos por nosotros mismos. ¿Realizamos algo de lo que está a nuestro alcance por el bien común? ¿O aquello funciona solo como una entelequia retórica?
Nuestro querido país se encuentra en las vísperas del Bicentario. Sería estimulante preguntarse qué es lo que festejaremos el año que sigue. ¿200 años de qué? Algunos me dirán (casi creyendo que han descubierto el fuego): 200 años de la Revolución de Mayo, ignorante. Me río mientras escribo esto. Si, es cierto, no deberían ser motivo de risas estas líneas, pero me estoy riendo, ¿qué le voy a hacer? Perdón, retomo: ¿qué modelo de país ha triunfado el 25 de mayo de 1810, o en 1852, si se quiere?
La República Argentina se forjó, desde un comienzo, sin una pata, renga. Porque el proyecto de país triunfante en el siglo XIX (ese que vemos consagrado en los manuales escolares como historia oficial) ha decidido marginar de la historia a los más humildes. ¿Qué tendrá que ver esto con lo anterior? Mucho o quizás solo un poco (no me hago cargo de mi complejo de asociaciones libres).
Para redondear: solo pensando en un modelo de país inclusivo podremos dejar de nadar en la mierda. Desconfiemos de las construcciones que nos imponen desde los medios de comunicación. Tratemos de buscar nuestras verdades (parciales, hace tiempo se murieron las absolutas). Persigamos nuestra voz, única, intransferible. La solución a nuestros males está en nosotros. Desconfiemos de las ideas de importación, de lo que nos quieren ofrecer desinteresadamente las grandes potencias. Sin una Argentina unida no hay futuro esperanzador. Y para conseguir esto hay que destapar la mierda, sin temor a mancharse en el camino.


BARRETO

lunes, 23 de noviembre de 2009

Caca

Todo se reduce al bolo fecal. Esta gran hez es lo que llamamos vida y acá el consuelo es “no queda otra”… ¿Qué hacer con esta bigconfusionpodredumbre? No te preocupes, nunca falta el idóneo que está unos cuantos pasos por delante tuyo, y el que está más apretado es el que mejor la pasa ¿Por qué? No te preguntes más, es así y no puede ser de otra manera. Tenemos que ser unos estupendos idiotas que respeten la mierda tal y como se nos presenta: con etiqueta, sin etiqueta, ya agiornada o a mediohacer. No hay que criticar ni estar disconforme, hay que amoldar el inodoro para el culo mayor.
Odiaba a Antonin Artaud porque habla de mierda y de huesos y a ese Mayakovski con su flautaespinadorsal y al Gran Marqués que escribe mierda con mierda, pero ahora los amo porque se hicieron mierda y porque, además, todos estamos hechos de mierda y tenemos que comer mierda para ser más mierda y poder pertenecer a la gran hez (Tomá aire. Los paréntesis sirven para tomar aire y para segregar multiplicaciones y divisiones de sumas y restas) ¡Imagináte lo que sería! A modo de ilustración, figuráte una isla rebosando de peronistas con remeras del "Che" Guevara. Lo que no sale por el culo, fagocita millones de neuronas que laburan a dendrita y axón pelado para devolver en espejos circulares un jardín atestado de bestias multicolores. Joan me dice que soy elitista y Castillo Del Toro Jones Harrison Ford Del Toledo no me dice nada (lo cual es peor).

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Yo no se por qué y para quién escribo, pero se para qué y eso es lo que importa. Si no saco la mierda voy a cazar una úlcera bárbara. Hablando de mierda, me gusta ver televisión… sobre todo cuando está apagada ¿no da la sensación de estar siendo monitoreados por un cíclope daltónico acromático? No escupe ni proyecta sombras, solo refleja y enaltece mi teoría de que somos mierda y hacia ella vamos. Yo te lo digo a vos que me leés, un poquito te quiero, quiero más a Gala y al dinero, pero no soy Dalí. Perdón, perdón. Te decía… la próxima vez que vayas al baño, tené mucho cuidado, quizá cagás a un Tinelli o a un Kirchner y no hay Grupo Clarín ni Ley de Medios que valga. Acá en la comunidad blogger la cosa es diferente, todos nos leemos pero en verdad no nos entendemos, nos acariciamos el alma cada vez que comentamos y respiramos ensayos, cuentos y poesía para saber con qué gente tratamos. Hay dos tipos de gente: los que usan el bidet y los que le dan al papel higiénico. Eso habla mucho de una persona. Dicen que “somos lo que comemos”, yo pienso que somos lo que cagamos.

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Me acuerdo cuando el Árabe le tapó el ñoba a Xarxe. Yo le pregunté si alguna vez fue pedicado y largó una carcajada tenebrosa. Seguramente Paul habrá visto una cosa semejante cuando compusieron “Yellow submarine” ¡Por Hendrix, Lennon y Harrison! El santo sorete del Árabe, la octava maravilla. Y bueno, hay millones de historias que competen al sistema excretor, de las cuales fui testigo y protagonista, pero eso es otra historia (de mierda). Lo importante es que caguen sano y que no confundan aceite de ricino con pastillas de carbón vegetal.

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Ahh… no me puedo olvidar de esto, fue una de las experiencias más traumáticas de mi vida. Freud dice que todos estamos enamorados de nuestras mamás; para mi es un perverso, podés estar enamorado de la mamá de otro pero no de tu propia madre, la que te engendró durante nueve meses (si estuviste siete, andáte dos meses a la concha de tu madre) para que luego te revuelques entre fauna y flora. Cuando me enteré que Papa Noel no existía y que Rachmanioff nunca grabó un disco, la pasé muy mal. Pero peor fue cuando la vida me puso ante una de sus grandes verdades: las mujeres también cagan. Situación inexplicable. Es como… no se… enterarte que Bambi escucha AC/DC o que Mickey es trisexual. No va. Indignado con la naturaleza misma. Más adentrado en años, se agravó mi cuadro de rechazo: algunas tapan baños como el Arabe y hasta se constipan. De todas maneras, las queremos como son, pero traten de no cagar delante de especímenes del género masculino.

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Hay mierda gráfica, mierda sonora, mierda literal (literalmente hablando y en sentido figurado), mierda simbólica y mierda que está implícita en la mirada de muchos hijos de puta. Te das cuenta porque sus ojos son como dos lagunas de Lobos.
Biquerful.

¡Hasta la próxima y no se olviden de tirar la cadena!

Uy, me cagué.



Defecó Sanrod.

sábado, 21 de noviembre de 2009

El observador

Cada vez que proyecta un sueño viste de azul las mañanas y cede al claroscuro la más dulce de las manzanas. Se trata de apuntalar el cemento frío hasta que se petrifiquen las piernas, hasta que se arboricen las manos y se dibuje en el intenso verde un carrusel de golondrinas que acongojen a los desamparados al canto de “And I love her”. Se trata de sumergirse, sin escafandra, por los mohosos ríos del no tiempo y figurar en una estampita la imagen de Gardel (voz que adquiere el tinte del buen vino y aroma a mueble).
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Él es el observador. Es quien se quemó con el sol, quien se engolosinó bañado de luna mientras los años pasaban. No obstante, jamás envejeció. Puso un nombre a todas las estrellas (inclusive las extintas), pero, como faro de puerto, solo vio donde quiso ver: fue testigo, nunca protagonista.
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La vida cobra sentido cuando se despeja de confusión: esa mujer baila por goce y esta otra, se está meando…
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garabateó Sanrod.

Buscando la salida

Recuerdo que aparecí casi de la nada en ese cuarto. Mi memoria confusa, invadida por imágenes borrosas, indefinidas, por sonidos indeterminados, ajenos. Mis sienes con martillazos de cada lado. Mis pensamientos escurridizos, inaccesibles, amurallados. La oscuridad del lugar sin infundir temor. Quizás incertidumbre, desconcierto, pero no temor. Mi cuerpo yaciendo de espaldas, con una especie de almohadón sosteniendo mi cabeza. Atinando a ponerme de pie pero no consiguiéndolo en el primer intento. Tampoco en el segundo ni el tercero. Una debilidad extrema parecía haberse apoderado de mis huesos. Llevando una de mis manos a mi frente, luego de evaluar la posibilidad de estar hirviendo de fiebre. Descartando esa conjetura al instante, ahora sí parándome con esfuerzo, concentrándome en mis piernas para no perder el equilibrio.

Caminé unos pasos, no podría decir con exactitud cuantos. Los martillazos eran cada vez más espaciados aunque no menos intensos. Algo sólido detuvo mi andar, cual si estuviera anticipándome que hasta allí llegaría mi avance. Las palmas de mis manos recorrieron aquella estructura rugosa, arribando mi razonamiento unos segundos después a la respuesta más lógica: se trataba de una pared, de una habitación rectangular, para ser más preciso. Había una puerta también. Claro que al tratar de abrirla advertí que no tenía picaporte. Sin embargo, no era aquello lo más extraño. Más bien, mi pasividad, mi desgano, la falta de reacción de mis músculos. Fue en ese momento que barajé como probable el hecho de estar bajo los efectos de alguna droga. La pregunta era en ese caso cuándo había ingerido dicha sustancia. Apelé a mi memoria, esperando encontrar en ella alguna explicación sensata. Mis recuerdos continuaban difusos, y aunque comenzaban a aclararse lentamente no cobraban la forma indispensable para hacerse inteligibles ante mí. Un sueño profundo iba filtrándose en mi cuerpo, de manera sigilosa, casi imperceptible. No podía darme el lujo de perecer ante aquel intruso, pues debía averiguar primero al menos algo de lo que estaba ocurriendo. Escuché unas voces del otro lado de la puerta, corrí para colocar mí oído sobre ella, aunque ya era tarde; otra vez el silencio más absoluto se adueñaba del lugar. A pesar de no saber donde estaba, tampoco cómo había llegado allí, ni siquiera por qué me encontraba encerrado entre esas paredes con olor a humedad, me sentía un tanto más aliviado al descubrir que mi presencia no era la única en ese sitio. Tal vez porque toda mi vida me ha perseguido la misma pesadilla: yo, prisionero en una pieza sin luz, sin más compañía que mis pensamientos y mi conciencia. Lo más absurdo era que no sintiese terror, al menos una pizca de él indicándome que estaba vivo. Mi boca seca, mi estómago crujiendo del hambre, y ese cansancio incontrolable que no me permitía pensar con claridad. Acomodaba los fragmentos de recuerdos que mi memoria no se había dispuesto a eliminar, con tanta dedicación como si estuviese armando un rompecabezas de infinitas piezas. Algunas de ellas encajaban, se unían entre si, entonces me veía saliendo de mi casa, dirigiéndome a aquel bar de mala muerte, ya casi llegando, faltaban solo unas cuadras. Me detenía a comprar unos cigarrillos, seguía camino, estaba a una cuadra del bar ahora, se abrió violentamente la puerta. Instintivamente retrocedí y me ubiqué en una de las esquinas de la habitación, aguardando con respiración leve, con los pulsos del corazón disparados. La puerta entreabierta daba entrada a unos pocos rayos de luz, suficientes para distinguir la cara de aquel sujeto. Y desde aquel momento en que pude reconocer su cara, los sucesos se fueron tornando más cristalinos, más cercanos a mi entendimiento. Porque podía recuperar pedazos de mi pasado reciente, pasado que lo tenía como partícipe a ese hombre, justo en la esquina del bar, disparando aquel revólver, alojando sus balas en la cabeza de aquella mujer. El sujeto me observaba fijamente, desprendiendo de su mirada un brillo de brutalidad intimidante para cualquiera. Yo me retorcía para sostener aquellos ojos, mas era en vano, ya que los míos se llenaban rápidamente de lágrimas, así que pestañeaba con resignación y bajaba la vista. Luego de unos segundos, la puerta volvía a cerrarse y todo retornaba a esa extraña normalidad interrumpida por aquel hombre. Las piezas del rompecabezas debían ser colocadas con cuidado, de modo tal que no se pasara por alto algún detalle que pudiera resultar crucial para mi supervivencia. Y el desafío de resolver aquel enigma despabilaba mi espíritu, no obstante un cansancio demoledor se mantenía alrededor mío como una sombra. La cara de aquel hombre estaba de nuevo conmigo, no ya en ese cuarto, pero si en mi mente. Revisaba su pelo, sus cejas, su desprolija barba. Yo quedaba paralizado ante aquella situación. Mis piernas no respondían. Quería correr hacia el bar, comenzaba a hacerlo aunque no alcanzaba mi cometido final, porque un auto se subía a la vereda impidiéndome el paso, y si bien intentaba escaparme en la dirección contraria, el sujeto de barba me interceptaba, empujándome dentro del vehículo. Me quedé dormido y, al despertar había perdido la noción del tiempo. En realidad, desde el primer instante en que encontré mi cuerpo dentro de esa cárcel rectangular, el tiempo se había diluido de manera misteriosa. No sabía en que día vivía, mucho menos si era de día o de noche. Tampoco si mi sueño había durado largas horas, quizás días o tan solo algunos minutos, quizás segundos. Definitivamente el hambre y la sed se habían convertido en un obstáculo imprescindible de sortear. Para mi sorpresa, a la altura de mis pies una botella de agua y un paquete de galletitas. Si bien tardé en reconocer aquellos víveres (la oscuridad del lugar seguía siendo absoluta), el azar decidió que tropezara con ellos al quererme levantar del piso. Comí y tragué con desesperación, casi sin masticar, restándole importancia al gusto de aquellas galletas. Después recogí el agua y bebí un sorbo interminable. Y al tiempo que realizaba estas acciones mi boca y mi estómago enteros parecían reanimarse, llenarse de vida.

Esta resurrección de mi cuerpo parecía haber oxigenado mi memoria, porque allí estaba otra vez el auto criminal, su puerta trasera, abriéndose desde dentro para que yo fuera metido a los golpes, cerrándose bruscamente para ser recibido por esos hombres con cara de pocos amigos. Un culatazo en la cabeza me daba la bienvenida, reduciendo mi lucidez a la nada misma.
La estadía en esa habitación debía ser utilizada para descubrir la manera de escapar de allí. Cierto era que si aquellos sujetos me habían encerrado en aquel lugar, tarde o temprano acabarían matándome. Porque, como había leído en las novelas policiales que devoraba de niño, ningún cabo podía quedar suelto. Y la prolongación de mi vida no era otra cosa más que un cabo suelto. Pero, ¿cuál era la razón por la que no me habían liquidado aún? ¿Acaso estarían deliberando quién sería el encargado de realizar el trámite en cuestión? No eran de mi incumbencia aquellas respuestas. Solo focalizándome en el plan de fuga lograría salir vivo de ese cuarto.

Una pequeña luz ingresaba por alguna hendija de la puerta, y aunque resultaba demasiado débil para iluminar el lugar, bastaba para que yo reconociera ciertos detalles vedados hasta el momento. Por ejemplo, la claraboya ubicada en un rincón del techo, tapada con unas cintas de modo que no se filtrara la luz; o esos ladrillos colocados unos encima de otros formando esas cuatro paredes dentro de las que me encontraba preso. Desde aquel preciso instante, la idea fue conformándose en mi cabeza; una vez decidido el plan, la puesta en práctica del mismo se daría automáticamente. Pensé entonces en trepar por una de las esquinas, apoyando la punta de mi calzado en los huecos escondidos entre ladrillo y ladrillo. Subiría lentamente hasta llegar al techo, deslizándome luego hacia la ubicación de la claraboya. Una vez frente a ella, quitaría aquellas cintas y con una de mis zapatillas rompería el vidrio mediante un golpe seco y certero. Correría por el tejado buscando la manera de bajar hasta la calle. La vereda me recibió a los tropezones, más con esa mueca de felicidad en los labios a causa de mi recuperada libertad. Mis piernas volaban de la adrenalina, se desesperaban por no chocarse, por no trastabillar tontamente. Un taxi pasaba por al lado mío y yo palpaba mis bolsillos ilusamente, ya que solo un poco de sentido común era suficiente para saber que aquellos sujetos se habían apoderado de mis pertenencias, incluyendo dentro de ellas mi flaca billetera. Conservaba unas monedas, sin embargo, en la parte trasera de mi pantalón, y esos metales circulares que en otra circunstancia hubiesen sido despreciados por su ínfimo valor mercantil, representaban aquel día, a aquella hora, mi pasaporte a la vida. Me detenía en la primera parada de colectivo que alcanzaba a distinguir mi vista y como si el destino me guiñara un ojo, hacía su aparición el 122, con ese humo maravilloso expulsado del caño de escape, con esa gente amigable amontonada dentro de él. Tomado del pasamano, decidí poner en blanco mi mente, anular todo intento de pensamiento que pudiese alterar mi paz interior. No sabía donde me encontraba, tampoco donde me dirigía; apenas importaba ahora ello.

La puerta abriéndose de repente hizo que volviera en si. Los rayos de luz acumulándose en mi cara, yo cubriéndome los ojos con las manos, los oficiales recorriendo con sus linternas la habitación. Preguntándome si me encontraba bien, yo respondiendo que si con la cabeza, advirtiéndoles que tuviesen cuidado, que aquellos bandidos podrían presentarse en cualquier momento. Los policías me hicieron un gesto que no logré entender del todo, quizás no quise, no se, más era como si me dijeran sin palabras que esos hombres de los que yo hablaba nunca habían existido. Me acompañaron hasta el auto de policía, mientras me explicaban que un vecino los había llamado luego de escuchar algunos gritos durante las últimas horas. Y era lógico que se preocupara; la casa había estado abandonada desde hacía unos años. Les di a los oficiales la dirección de mi casa, y al segundo me quedé dormido en la parte trasera del patrullero.





BARRETO