sábado, 21 de noviembre de 2009

El observador

Cada vez que proyecta un sueño viste de azul las mañanas y cede al claroscuro la más dulce de las manzanas. Se trata de apuntalar el cemento frío hasta que se petrifiquen las piernas, hasta que se arboricen las manos y se dibuje en el intenso verde un carrusel de golondrinas que acongojen a los desamparados al canto de “And I love her”. Se trata de sumergirse, sin escafandra, por los mohosos ríos del no tiempo y figurar en una estampita la imagen de Gardel (voz que adquiere el tinte del buen vino y aroma a mueble).
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Él es el observador. Es quien se quemó con el sol, quien se engolosinó bañado de luna mientras los años pasaban. No obstante, jamás envejeció. Puso un nombre a todas las estrellas (inclusive las extintas), pero, como faro de puerto, solo vio donde quiso ver: fue testigo, nunca protagonista.
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La vida cobra sentido cuando se despeja de confusión: esa mujer baila por goce y esta otra, se está meando…
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garabateó Sanrod.

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