jueves, 24 de septiembre de 2009

El jardín prolífico

No basta con entrelazar nubes y propinar caricias sin tiempo para comprenderlos: los segundos son años luz para ellos; la parsimonia con la que se desenvuelven les vale nuestra compasión y, a su vez, la admiración de los caracoles ¡Horribles hermafroditas! (travestis del amor, colonos de ideas). Van, de jardín en jardín, profiriendo visiones a los ojos irritados; aunque sea su languidez de exquisita antipatía. No los quiero acá. Prurito. Nimbada virgen de los fuegos, te figuro como pedo de vieja, como sexo sin orgasmo. Yo, que fui muchos, te figuro como sexo sin orgasmo, como brisa sin caricia, como prisa sin estulticia, como viento sin aliento. Te figuro como el prolífico jardín donde se funden los abrazos del no amor. Párpados en los oídos. Y en la ruina, el hilo de baba se aloja en una cápsula de grasa como árbol caído ¡Hermoso arce! Fecundas bacterias lo atiborraron de mariposas (esas polillas que resisten a toda moda) en espiralados dibujos de extraña procedencia. Desconfío del plomizo firmamento donde se abotonan esas pecas luminosas que llaman estrellas. Sed de piel en la caverna. Van, de jardín en jardín, profanando el candor de los huérfanos...

(Voz del interior)
Seressinalasnosabenserconalasnosabensersinprimaveralaprimaveraessuhogar

Prima la vida, la primavida, en los frondosos senderos de la luna gris
Aves de corral, a los cuatro vientos, se dan sus hazañas
Beban de los jugos, fúndanse en los pálidos claros del bosque
Él, que ya fue muchos, será guadaña

(Voz del exterior)
Seressconalasnosabensersinalasnosabensersinotoñoselotoñoessuocaso

Dejo una rosa, en el septiembre de las momias, para que el tiempo la corrompa…

Profecía: flor marchita.

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Parió Sanrod.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Agonía

Recostado en la cama del hospital, aguardaba por su muerte. Sabía que no tardaría demasiado en llevárselo, y eso lo tranquilizaba. No pretendía pertenecer a esa clase de gente que luchaba en forma heroica contra un hecho consumado, tratando de vencer inútilmente un destino ya escrito. El dolor aumentaba con el correr de los minutos; desde hacía dos semanas su cuerpo ya no era el mismo; parecía solo una sombra de aquel que corría de joven, ya fuera con la pelota en los pies o en aquellos meses del servicio militar. La piel se había teñido de un color verdáceo, el vientre lucía hinchado, la movilidad de las piernas, cada vez menor. Ahora trataba de resistir ante las puntadas que le aquejaban en el bajo vientre; su cara se ponía de un colorado furioso, como si las venas le fueran a reventar en cualquier instante. Luego el malestar desaparecía por un rato, y así, sucesivamente, la escena se repetía una y otra vez. Cierto es que no solo su vientre quedaba sometido a tamaños padecimientos; también su garganta (apenas podía tragar, ingiriendo solamente alimentos líquidos), su pecho, y hasta sus testículos.

La imaginación funcionaba, en aquella situación, como único refugio ante el incansable dolor, que lo perseguía día y noche para recordarle su mortalidad; pero él no necesitaba de aquel recordatorio; desde su juventud la muerte se interponía en su vida, llevándose a sus seres queridos, quitándole de a poco las ganas de seguir adelante; sin embargo, había recorrido un trecho tanto más largo del que había previsto 30, quizás 40 años atrás. No sabía exactamente que era lo que lo había movido a permanecer tanto tiempo en este mundo; no era su fe, por lo pronto; si bien había asistido cuando chico a un colegio católico, nunca le había interesado demasiado la religión. Se quedaba dormido en las clases de catecismo unas veces; otras, jugando a la pelota a unas cuadras de su casa. En fin, siempre había creído que en aquel instante en que el cuerpo dijera basta, ninguna religión sería capaz de acercar una solución al respecto.

Ya no estaban sus hijos alrededor suyo. Pero, para su sorpresa, no estaba solo. Una voz femenina le susurraba al oído. Le decía que lo amaba, que desde que nació supo que sería su hijo preferido. El buscaba la palabra adecuada para esa anciana que lo había parido, mas sobraba decir algo. La anciana le tapaba la boca dulcemente, con esas manos arrugadas, de pellejo flojo, y le besaba la frente. El la contemplaba con ojos resignados, cual si quisiera darle a entender que no valía la pena resistir, no en ese estado, no en esa cama que le hacía doler la espalda, no en ese hospital con ese olor nauseabundo. Ella no le hacía caso; al fin y al cabo, era su madre y no podía alentar a su hijo a abandonarse de esa manera. Por eso esta vez no podía apoyar su decisión. Es más, casi que le indignaba aquella actitud pasiva, un tanto cobarde.

_ ¿Como te sentís Mario?
_ Un poco mejor, no te preocupes.
_ ¿Cómo no querés que me preocupe, hombre? No te ves nada bien. Casi no tocas la comida, prácticamente no hablás…
_ ¿No querés ir a casa a descansar un poco?
_ Prefiero quedarme acá con vos, haciéndote compañía. ¿Te molesta que me quede con vos? Decímelo y me voy.
_ No, mujer. No exageres. Vení, sentate, estás incómoda ahí parada.

Su esposa se sentó en la silla ubicada al lado de la cabecera de la cama. Mario la observaba beber una botella de agua, no pudiendo reconocer en esa mujer que ahora le apretaba la mano y lo tapaba con las sábanas para que no tomara frío, a esa otra con la que se había casado 50 años atrás. Esa imagen lo angustiaba de manera tal que apartaba bruscamente sus ojos hasta detenerlos en el techo de la habitación. Buscaba en el cielorraso alguna mancha en la que concentrarse, acaso deseando olvidar rápido esa horrorosa escena. No tanto por su mujer, claro está; más bien, por él. ¿Cómo se vería él entonces? ¿Cómo lo verían los demás? ¡Como a un pobre tipo, carajo!; no, no, en ese estado no era posible continuar. Algún recuerdo, la imaginación, algo, si, algo, que lo arrancara de ahí y le diera una miguita de calma. Tal vez la muerte. ¿Por qué no? Tal vez.

Viajaba en el tiempo para reencontrarse con esa perrita callejera que lo había acompañado durante su niñez; si, nada menos que 10 años, hasta que quedó aplastada por la rueda de aquel camión. Le tiraba la pelota, ella corría, saltaba para atraparla, el sonreía, comprobaba que la agilidad de su mascota estaba intacta, que sus ojos, un tanto achinados pero vivaces, seguían brindándole esa paz que creía haber perdido hacía tiempo. Necesitaba que su perra estuviese ahí con él, en el hospital, entonces la alzaba, le daba algunas instrucciones para que no molestara a los demás pacientes (menos aún a sus familiares y a los médicos) y la dejaba corretear por la habitación. En algún momento hacía mucho ruido, más del aconsejado en un lugar así, y era en ese instante cuando Mario lanzaba una mirada apenas correctiva, y la perrita se acostaba junto a la puerta del dormitorio, en silencio, apoyando su babosa trompa sobre el suelo. De pronto, escuchaba que alguien se acercaba por el pasillo, y pensaba que venían a retarlo por la conducta de su perra. Aunque él, anticipando la situación, ya había preparado una respuesta contundente para aquel acechante reclamo: Tiene razón, es un poco revoltosa, pero es fiel como ninguna. Le prometo que se va a quedar quietita ¿Verdad que si, Manchita? Si no funcionaba esa táctica, habría que sacar un plan B de la galera; algo así como: es lo único que tengo, por favor, déjela quedarse, al mismo tiempo que un par de improvisadas lágrimas se deslizaban por sus mejillas.

_ ¿Cómo se encuentra, Mario?, preguntó la enfermera con tono amistoso.
_ En mi mejor momento. ¿No parezco un pibe acaso?

La enfermera no contestó, sintiéndose seguramente ofendida por su humor sarcástico. El, advirtiendo lo poco atinadas que habían sido sus palabras, trató de recomponer la charla.

_ Es probable que le parezca un viejo frío y odioso. Puede ser que lo sea. Pero no he sido toda mi vida así, eh. Me fui insensibilizando de a poco. Acostumbrándome con los años a toda esta mierda.
_ Usted ahora tiene que preocuparse por descansar. Nada más. Relájese y no piense en cosas feas.
_ No puedo dejar de pensar, querida. Las ideas se me amontonan, desordenadas, caprichosas, van y vuelven cuando quieren. Y lo peor es que no se achican ante el dolor. Se reproducen todo el tiempo, para joderme en las pocas horas que me quedan.

La joven tomó cuidadosamente su brazo y le aplicó una inyección. Quizás de esa forma podía descansar un rato.
Dormía, despertaba, había alguien en el cuarto además de él, en una cama parecida a la suya, con cables y aparatos por todos lados, no podía distinguir su cara, pero si su voz, era su voz, su inconfundible voz, esa que le repetía que tenía que seguir estudiando, que no se juntara con esos vagos, que si no fuera por su madre le hubiese metido una patada en el culo, mas el no quería escuchar, no en ese estado, ya había pasado mucho tiempo, no estaba para aguantar a nadie, se cubría los oídos con la almohada, ¿por qué tenía que soportar eso?, de ninguna manera, de ninguna manera.
El hombre recostado a su lado, preguntó:

_ ¿Necesita algo? Se lo nota muy afiebrado.

Se contuvo para no responder ácidamente, con esa ironía que se hacía carne en su cuerpo.

_ Le agradezco. No hay nada que pueda hacer por mí. Mucho gusto, Mario.
_ El gusto es mío. Mi nombre es Domingo. Por el general, vio. En casa éramos todos peronistas.
Lo seguimos siendo, en realidad.
_ ¿Ah, si? Y digame una cosa (sin poder manejar su temperamento). ¿Qué mierda significa ser
peronista hoy en día? Porque, una de dos: ¿O me volví pelotudo de viejo o me quieren hacer pasar por pelotudo?
_ No se enoje hombre. Si sabía que se iba a poner así, le decía que me llamaba Hipólito.
_ ¿Hipólito? Ah, mire que bien. Parece que es especialista en elegir nombres usted. Hipólito… El peludo tampoco se salva eh.
_ Pero con usted no se salva nadie.
_ Y claro. Si son todos iguales. Pensándolo bien, uno solo merece mi respeto.
_ A ver, diga. Vamos hombre, diga.

La entrada del médico interrumpió el diálogo. Mientras le realizaba una serie de exámenes a Mario, le indicaba al otro paciente que aguardara unos minutos, que en breve sería atendido.

_ No puedo más doctor. ¿Por qué no me da algo para dormir y no despertar más? Es en vano tanto esfuerzo.
_ Vamos, Mario, piense en su familia que está sufriendo por usted. Ponga un poco de voluntad.
_ ¿Están afuera, ahora?
_ Si, están su mujer y sus hijos. ¿Falta alguien?
_ El hijo de puta de mi ex jefe. ¿Puede creer que ni se dignó a pasar, aunque sea de compromiso, ese cretino? Trabajé 20 años como un esclavo en su empresita de cuarta. Así es la gente, doctor. Lo usan a uno hasta que no sirve más. Te exprimen, te sacan todo el jugo que tenés y después se cagan en vos. ¿Para qué sirve vivir de esta manera, doctor? Explíquemelo usted, porque yo, a mi edad, no lo entiendo todavía.

El doctor se retiraba pero los dolores seguían ahí, cada vez más punzantes, cada vez más frecuentes. No encontraba posición en la cama que le brindara un mínimo reposo. Y aunque su estadía en el hospital se veía convertida en un calvario, su lucidez se mantenía firme. Por lo menos, así lo creía él. Siempre había pensado que cualquier persona, en una situación semejante a la suya, perdería la razón, comenzaría a desvariar, a decir estupideces, pero no ocurría eso con él: sus pensamientos se acumulaban constantemente en su cabeza, como si persiguieran un solo objetivo: demostrarle que estaba vivo, que la gente que lo quería de veras merecía que peleara contra la muerte, pero no, no era justo ese argumento, no era justo que lo acusaran de cobarde, si tan solo supieran lo que él estaba sufriendo, si tan solo supieran el agujero que se siente en el corazón cuando se sabe que se está a punto de desaparecer y vivir no ha valido la pena, no en este mundo tan podrido, lleno de ratas escondidas bajo trajes caros, repleto de mierda, de basura que nos llega hasta el cuello.

Una mujer de cara angular y cuerpo voluptuoso caminaba hasta su cama y le tendía la mano; luego de levantarse enérgicamente, Mario rozaba su mano, la estrechaba y se dejaba llevar. En cuestión de segundos aparecían en una isla desierta, cubierta de arena y de palmeras, de cocos y de flores. El solo hecho de estar allí, alejado de la telaraña de la civilización, lo llenaba de esperanzas, cual si desde aquel pequeño lugar pudiese cambiar el mundo, como si desde aquel pedazo de tierra volviese a nacer.



BARRETO

Amor, rutina, amor

Entro a la oficina y la veo a ella, con ese rodete que le recoge el pelo y la hace más fresca aún. La saludo con un beso en la mejilla (huidizo y mezquino, demasiado correcto para mi gusto, pero bueno, algo es algo). Saludo con la cabeza al resto de mis compañeros y me siento en mi escritorio. Son las 10 de la mañana, estoy un poco atrasado con el trabajo que me pidió el jefe, tengo que entregárselo el lunes, cuatro días es bastante, ya estoy acostumbrado a hacer las cosas bajo presión, si, voy a llegar, tendré que trabajar en casa también, al menos dos o tres horas extras por día esta semana, si, llegaré, justo en el límite como siempre, pero llegaré. Hoy está elegante, con esa corbata que le combina con su camisa a rayas, con el color del traje, hasta con los zapatos. No sucede todas las veces lo mismo. En ciertas ocasiones luce cada saco ridículo; y si por lo menos se lo pusiera con una camisa que hiciese juego; pero no, parece empeñado en meter la pata con la ropa. Y yo, ahí, enfrente de su computadora, queriéndole dar un consejo (Mauro, trata de no usar esa corbata con ese saco o, ¿por qué no elegís colores más sobrios para venir a la oficina?), aunque callando luego de reflexionarlo un poco, quedándome en silencio por miedo a que se ofenda. Si no estuviese allí, a pocos metros míos, mi concentración no sufriría de tantos baches, de tantos espacios en blanco en los que solo ella está presente, sonriéndome como lo hace en esos días en que se la nota feliz, acomodándose el pelo casi obsesivamente cada cinco minutos, mordiendo el capuchón de la lapicera cuando está nerviosa o algo no le sale como ella pretende. Y pensar que no hablamos mucho: charlas monótonas e impersonales, si (que lindo día hoy, especial para tomar sol al lado de una piscina o, cómo llueve hoy, ideal para estar durmiendo tapado hasta el cuello con frazadas), mas nada profundo, en definitiva. El debe pensar que soy un poco antipática, arisca quizás, histérica dirían los hombres; ahora los hombres adoran utilizar esa palabra: las mujeres son todas histéricas, no hay nada que hacer, exclamarían burlonamente rodeados de cervezas y partidos de fútbol. El día que entiendan que no todas somos así; el día que logren comprender (en ese cerebro un tanto primitivo que Dios les dio) que debajo de esa coraza, debajo de ese cuerpo de mujer fatal, hay una criatura sensible, que sufre, que llora, que ama, que se desilusiona, que tiene miedo; ¿miedo a qué, preguntan?; la lista es larga: a fracasar, a no colmar las expectativas de la otra persona, a no sentirse indispensable, única, importante, querida, cuidada, contenida, protegida. Seguramente piensa que soy muy formal; debe estar acostumbrada a tipos bohemios, con calle, esos que se las saben todas con las minas; yo intento relajarme un poco, meter algún chiste en medio de las contadas conversaciones que tenemos, pero no me sale naturalmente. El otro día, por ejemplo, buscando hacerme el gracioso, quedando como un tonto, ni me miró siquiera. El miércoles dijo algo divertido, no recuerdo exactamente sus palabras aunque si que casi suelto una carcajada; me contuve para que no crea que estoy pendiente de sus comentarios; seguí trabajando en mi computadora como si no hubiese pasado nada, y él bajó la cabeza e hizo lo mismo. Recuerdo la primera vez que lo vi: yo ya trabajaba en la empresa desde hacía un año; él, recién contratado, llegaba con su mochila, su paraguas y su cara de buen tipo a cuestas; no se porque, pero desde el primer momento esa cara me brindó seguridad; sentí que podía confiar en él, que era honesto, transparente; nunca me animé a decírselo pero eso no cambia nada; o si, en verdad, cambiaría completamente la situación, pero bueno, soy orgullosa; no siempre fui así, con los años me fui convirtiendo en esto, en esta mujer que parece de hierro y que muere por dentro, sin que nadie lo sepa, en silencio.



La semana pasada sucedió algo inesperado. Yo salía de la oficina, llovía intensamente, como si fuera a acabarse el mundo; ella estaba allí, sin paraguas, esperando que algún taxi se dignara a llevarla, pero no, ninguno paraba. Dudé unos segundos, luego me acerqué a ella y le ofrecí alcanzarla hasta su casa. Estaba parada bajo la lluvia, mientras aguardaba por un taxi. No había llevado el abrigo adecuado ese día: apenas un pilotín que mojaba más de lo que reparaba del agua. De repente lo veo a Mauro que viene hacia mi y me pregunta si quiero que me lleve; yo contesto que no, que espero un taxi, pero después de insistirle de que no era ninguna molestia, terminó aceptando. Caminamos hasta el estacionamiento, ese que queda a una cuadra de la empresa, yo la cubría con el paraguas mientras él quedaba con la cara al descubierto, solo para que yo no fuera alcanzada por la tormenta. Subimos a su automóvil, él prendía la calefacción, activaba el limpiaparabrisas, encendía la radio. Sorpresivamente, no estaba nervioso; más bien asombrado de la seguridad con que había resuelto tal situación. Parecía estar saliendo todo de maravillas, encima en la radio sonaba esa canción que tanto me gustaba. Yo le decía que la letra de la canción era poesía pura, y él me respondía que si, que no faltaban ni sobraban palabras, que todo estaba puesto allí por alguna razón. Ella cantaba y a mí se me venía el mundo abajo; su voz era una poción para mis oídos, no quería interrumpirla, se animaba a cantar conmigo, desafinaba en los estribillos, pero esa no era la cuestión, lo fascinante era que los dos, él y yo, compartíamos algo más que el lugar de trabajo, de una vez por todas, bajo esa lluvia invernal que no infundía temor sino esperanza y risas; porque esos chaparrones, que en cualquier otro día habrían sido motivo de malhumores e insultos al aire, ahora se convertían en la excusa perfecta para unir dos almas solitarias. Me indicó que doblara en la cuadra de la plaza, lo hice lentamente, con cuidado, estaba inundado y el agua acumulada en la calle llegaba a tapar casi por completo las ruedas del automóvil. Al llegar a su casa, Victoria tardó unos segundos en bajar, yo entonces abrí mi puerta y con el paraguas en la mano corrí hasta la suya, haciendo lo posible para que no se mojara. Me acompañó hasta la puerta de entrada, bien caballero el hombre; demoraba unos segundos en regresar a su automóvil, era una señal, debía ser una señal; me invitó a pasar, a tomar un café, algo caliente para combatir el frío. Saqué las llaves de la cartera, abrí la puerta, frotamos los calzados en la alfombra de la entrada, y al tiempo que ella prendía la estufa del living, yo revisaba los libros de la biblioteca.



Hoy llegó antes que yo a la oficina; claro que no lo vi hasta el mediodía (el jefe lo había mandado a una reunión), cuando entró por la puerta sonriendo y haciendo chistes, para luego darme un beso en la boca delante de todos, si, por primera vez delante de todos. Y si, porque al verla con ese vestido ajustado, con ese pelo suelto que flameaba con estilo y con esa boca tan suya, me dieron ganas de besarla y me dije: ¿por qué, no?, ya es hora de que todos lo sepan, y al que no le gusta que mire para otro lado. Me sonrojé un poco, y es lógico, no me esperaba que actuara así, no hacía ni dos meses que estábamos saliendo, creí que íbamos a esperar un tiempo, no, ¿para qué esperar?, ella me quiere, yo a ella, es lo que cuenta, el resto es puro decorado, simple adorno; me sorprendió con su reacción, pensé que le daba un poco de vergüenza, que prefería manejarse con cuidado, sus mejillas se pusieron coloradas, no creí que se fuera a poner así, ella es de esas mujeres que se muestran seguras ante el resto; después de la oficina me dijo que le había encantado el beso, menos mal, en un momento creí que me había equivocado, quizás apresurado, porque no me dirigió la palabra durante el resto del día; le dije que fue el beso más lindo que me habían dado y más inesperado también, que me disculpara si no le había hablado después de eso, él tenía que entender, estaba un tanto aturdida por la situación; ya estaba todo en orden, y para demostrárselo lo abrazaba, lo besaba, lo invitaba a cenar a casa, si, me cocinaría algo casero, para hacerme saber que no se había enojado, al contrario, estaba feliz, se lo repetía por si no me había escuchado, ¡estoy feliz!



Esta noche no tengo ganas de cocinar, estoy cansada, voy a pedir comida; que no se piense que voy a cocinar todos los días, al principio si, pero ya llevamos prácticamente dos años de convivencia, ya está, ya hice buena letra, ahora me quiero relajar un poco. Le digo no hay problema amor, llamá al delivery, el número lo dejé encima de la heladera, si, ahí. Me responde de una forma que no me hace gracia, no por lo que dice, más bien por su cara, por ese gesto que pone cuando me lo dice, como indicándome de que por esta vez si, porque es una excepción, que no me malacostumbre. Sigo mirando la televisión, como si no hubiese advertido la cara que puso cuando le dije donde estaba el número de la casa de comidas; pierde la paciencia con facilidad últimamente. No quiero discutir, por eso elijo callarme y buscar el teléfono para hacer el pedido, aunque ciertas actitudes suyas me enervan la sangre y quiero revolearle algo por la cabeza para que reaccione nomás. El otro día también me puso esa cara de pocos amigos, igual que recién; no recuerdo que le había dicho, pero no creo que haya sido tan tremendo para que se le soltara de ese modo la cadena, cerrando la puerta del cuarto con ese portazo. Deja todo tirado, no levanta la tapa del baño (se lo dije mil veces ya y lo sigue haciendo); no soy su sirvienta, lo tiene que entender; tampoco su madre, no puedo tratarlo como si fuese un nene porque no lo es. Ya no tiene una mirada tan positiva de todo, al punto de contagiarme esa mala energía, porque la mala vibra es así, funciona por medio de un efecto contagio del que es difícil mantenerse inmune. Ayer le pedí que nos sentáramos a hablar, que así no se podía seguir. Yo la miré y le dije que si, que nos debíamos una charla, no en ese momento, estaba cansado, el fin de semana, si, el fin de semana sería mejor.



A la tarde visitamos a mamá; Mauro me acompañó sin chistar esta vez; y claro, de qué sirve decirle que no tengo ganas de ir a la casa de su madre, que prefiero quedarme en casa viendo una película, si en definitiva voy a terminar yendo, y toda la discusión previa, ¿para qué?, es mejor ahorrar energías para los buenos momentos. Yo me doy cuenta de que tal vez no se muere por llevarme de mamá, pero valoro que lo haga, porque significa que resigna cosas por mí, que cede, y una pareja que dura es una pareja que cede. Y si, hay que ceder; en esta ocasión lo hago yo por ella, en la próxima lo hará ella por mi, es un ida y vuelta. Porque una pareja es esto: algunos momentos muy buenos, otros muy malos y el resto (la mayoría de los días) normales. El me lo dice siempre: lo más difícil en la vida es encontrar el equilibrio, y tiene razón, la felicidad absoluta no existe, así que conformémonos con aquellos instantes en que creemos que somos felices y que durarán por siempre. Últimamente no se le da por poner esas caras que tanto me irritan; bah, en realidad, a veces las pone, pero no tanto, o capaz que ya me acostumbré, que se yo. El otro día me regaló un ramo de flores, y eso que faltaban tres meses para nuestro aniversario. Llegó a casa con el ramo en la mano y yo no salía de mi asombro. En una época le regalaba flores todas las semanas. Lo hacía porque lo sentía, no por el simple hecho de buscar agradar. Las compraba generalmente en el mismo lugar, a unas cuadras del departamento de mi hermano. Justamente el sábado lo fui a visitar a Gonzalo, y al pasar por el puesto, casi de casualidad, me dije que sería una buena idea, que hacía tiempo que no la sorprendía con algo de ese tipo. ¿Cuánto hacía que no me regalaba unas rosas?, me preguntaba mientras las colocaba en una jarra con agua. ¿Cuánto tiempo? Desde el aniversario pasado, me parece. Y bueno, ya no estoy en esos detalles, uno se va achanchando a medida que avanza la relación, se relaja demasiado quizás. Eso no tiene importancia ahora; se acordó de mí, tuvo un gesto romántico, listo, a disfrutar de las pequeñas cosas. No podía disimular su alegría; y pensar que con tan poco puedo hacerla feliz a mi mujer, debería intentarlo más seguido, claro que me tengo que acordar para eso, se verá. A pesar de nuestras discusiones, nuestros olvidos, nuestros defectos, nos seguimos queriendo. Capaz que no de la misma forma que al principio, es un amor más estable, sin tantos altibajos, sin tanta adrenalina, pero es amor al fin, que se construye día a día cual si fuera una casa, ladrillo por ladrillo.



BARRETO

sábado, 19 de septiembre de 2009

Carta a un amigo en Capilla del Monte

Buenos Aires, 19 de Septiembre de 2009
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"… I like too many things and get all confused and hung-up running from
one falling star to another till I drop. This is the night, what it does to you.
I had nothing to offer anybody except my own confusion."
Jack Kerouac
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¿Qué hacés, hermano? Acá las cosas están más que bien. Vos me entendés, así se estila decir en las grandes ciudades cuando todo está para la mierda. Sólo que esa expresión alude, en guisa un tanto oscura, a la constancia. Sería, más o menos, como decir “está todo como siempre, está todo como el orto”; pero también sabrás comprender que, viviendo en este agujero, uno no puede –o no quiere- desarraigarse de ciertas costumbres por más estúpidas que resulten. Podría ahorrarme el paso de hacer una vaga traducción de las muletillas que empleo, valiéndome de determinadas aclaraciones a continuación de éstas, pero de esa manera estas líneas no serían más que eso: sólo líneas. Las muletillas le dan el “aire” argentino (que debe permanecer intacto), aunque las aclaraciones se lo quitan… se las quedan mirando como diciendo “no pueden ser más que lo que son”. Qué paradoja hablar de “aire argentino”… ¿alguna vez nos sentimos argentinos?
Si dejo de ser facilista, conformista y extravagante, pierdo ese olor a puerto que despiden mis fauces. Si empiezo a ser oblicuo, contestatario y sencillo, gano en amor. De todas formas, no voy a dejar ni empezar a ser, porque ya soy… esto es lo que piden, esto es lo que les doy: mi persona y mi sombra. Mi persona, a todo el mundo. Mi sombra... a unos pocos.
*
Lanús quedó como la dejaste: ese pozo infecundo, ese turbio escenario donde se desplaza la masa inerte sin dejar huella. Hace poco que te fuiste, pero ya deben haber levantado unos diez o quince edificios más… ¡esos hijos de puta están sepultando los barrios con sus torres! Antes no se sentía la transición entre Valentín Alsina y la Estación, hoy salgo de casa en remera pero con un pulóver en mano, porque se que cuando baje del bondi me voy a cagar tanto de frío como si estuviera en Balvanera. Iberlucea fue calle de quinceañeras, pero ahora se la denomina “Las Lanusitas” (obviamente, pretenden emular a la zona más paquete de Lomas). Creéme, más que asco, da bronca. No se puede estar tranquilo… ¡hasta el sentido de pertenencia nos quitaron!
Ruego al universo que te hayas llevado la fotografía del Viejo Lanús. A este paso, no me sorprendería que encierren en jaulas a los personajes autóctonos –tales como Hugo, Puchito, Travolta, el Hombre-huevo y otros tantos más- para exhibirlos en esas ferias berreta que brinda cada tanto la Municipalidad. El Jefe es para mí lo que un oso panda es para los japoneses. Me da gusto verlo, cuando lo cruzo, porque es una excelente persona, pero a la vez me produce una angustia tremenda porque lleva consigo la insignia del barrio (barrio que ya no existe).
Y si, me cansé de escuchar tantas boludeces: “es impresionante como está creciendo Lanús”. Pero ¿de qué crecimiento hablan? Lanús creció en número, pero por lo demás cada vez está peor. Me contentaría con que no vengan más “extranjeros” y que el crecimiento sea cosa individual. En definitiva, otra de mis utopías…
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Estoy comiendo un cigarrillo tras otro, mientras escucho a Tom Waits (que va a hacer que reviente mi corazón), el moco es que en el breve intervalo entre tema y tema se alza el rumor de una música colombiana que se siente como un dedo en el culo ¡Tom Waits! Creo que te hablé de él hasta el hartazgo… es mi nuevo Jesús. Me recuerda a esas noches en “el bar de Beba” -el último bar- donde jugábamos a analizar (casi con rigor científico) el cuadro y la droga en particular bajo la que estaban sumidos los clientes. Eramos unos enfermos encantadores cuando prestábamos nuestra oreja a esos enternecedores cocainómanos que mangueaban puchos a mansalva, como si se hubieran escapado de un neuropsiquiátrico ¡Cómo reíamos cuando se rascaban la nariz y miraban a los costados como comadrejas! Los porreros eran todos “rollingas” que hacían señas extrañas, danzas rituales y patéticas teatralizaciones de las canciones vacías que escupía la rocola. Las mujeres, la mayor parte a mediohacer, eran como un collage de resacas de domingo a la espera de un poco de diversión... Todo un acontecimiento era encontrar una mujer entera en esa cervecería ¡Por todos los santos! ¿Qué mierda hacíamos en ese antro? Era un barsucho de mala muerte, atestado de amanecidos, minas servidas en bandeja y, ahí detrás, la misteriosa simpatía de Beba y su eterna sonrisa. Creo que nos gustaba ver la otras caras de la noche, lo que no conocíamos, ser parte por momentos de lo ajeno. Supongo que, inconscientemente, nos encerrábamos en las muertes de las noches porque era (el bar de Beba) escenario de magníficas charlas filosóficas: crecimos mucho ahí dentro.
*
Me estoy yendo de mi centro, te escribía para saber cómo estabas y terminé haciendo un terrible tango con todo lo que se perdió. Me resulta gracioso el hecho de que cuando estabas a diez minutos de mi casa, quizá pasábamos meses sin siquiera telefonearnos. Ahora, que hace sólo un par de semanas que te fuiste, estamos como unas "carmelitas descalzas" recordándonos cuánto nos queremos y las tantas ganas que tenemos de vernos. Pero, bueno, es un escollo de la distancia: los medios de comunicación cada vez son menos humanos (de paso, te recomiendo que leas “El asesino” de Ray Bradbury, está en "Las doradas manzanas del sol", te va a encantar). Cara a cara –o como se dice ahora por estos pagos: Face to face- podemos valernos de otras demostraciones, no intencionales, implícitas accidentalmente.
*
Ya te conté como anda mi vida personal: estoy siguiendo una rutina que aterra; no por ser rutina, sino porque sea justo yo el que la siga. Sólo me quedó atragantado esto de ilustrarte el nuevo paisaje con mis armas (las palabras). Lo hago para darte fuerzas desde acá, para que te quedes tranquilo, para que te convenzas sobre tu elección de vida. Fue la decisión más acertada que podrías haber tomado. Como ya te dije, podría ser egoísta y garabatear un dibujo para que sigamos yirando por ahí, pero es un capítulo que cerró: cumplió su ciclo. Vos estás bien en tu nuevo lugar, que no importa sí es permanente o de paso. Me llena de orgullo que hayas tenido los huevos para tomarte el palo solo a hacer vida de montañés... ¡ni por capricho lo haría! Tenés que disfrutarlo.
Me voy despidiendo, porque tengo otras cosas que hacer y, además, no va a faltar oportunidad de volver a escribirnos. Este verano nos estaremos viendo, seguramente voy con el Jefe para allá.
*
Un fuerte abrazo,
*


Sanrod.

*
PD: Abro la carta con un fragmento del libro “On the road” (En el camino) que no puede describir de mejor manera el estado en el que me encuentro. Pertenece al capítulo cuarto de la segunda parte. Se que te llevás como el culo con el inglés, así que me atrevo a traducirlo: “Me gustan demasiadas cosas y me confundo y altero corriendo detrás de una estrella fugaz a otra hasta que caigo. Así es la noche, lo que te produce. No tengo nada que ofrecer a nadie excepto mi propia confusión.”

A llorar a la iglesia

Señora mía, pido un momento para decir algo en mí defensa, si me es posible, y antes que nada, por supuesto alego i-no-cen-cia... debería comenzar diciendo que, realmente, pudo haber parecido que yo lo hice, es más, todas la pruebas apuntan hacia mi, pero no hay nada más alejado de la realidad.

¿Quién, dígame, podría ser capaz de semejante acto de mala fe?
Desde luego que yo no. Yo no podría...bueno podría pero no lo haría… desde luego, desde luego… Más aún sabiendo lo que usted me advirtió anteriormente ¿no?

Digo... ¿Qué clase de rufián sería yo? ¿Qué bárbaro indómito y osado, valiente por demás y apuesto…? Disculpe me dejé llevar… de todos modos, sabe usted muy bien que eso nunca estuvo en un lugar muy seguro que digamos y, muy a mi pesar, debo librarme, al menos, de esa culpa. Pero ¿Quién decide quién es culpable y quién no? Jajaja...

A lo que voy con esto es: no nos echemos culpas... ya… ¡YA lo dijo Luis Miguel!
No culpes a la playa ni a la lluvia ni a la noche ni a… mí que es lo importante ¿no?


Tal vez… es posible. Puede ser que yo accidentalmente haya golpeadoconmicodoelobjetoencuestióneinevitablementehaya-caídodesdeunaalturaconsiderableporlocualindefectiblementehayaquedado-
hechoañicos... (recupera el aire)

¡Pero juro que fue sin querer...!
(Se aclara la garganta) Sin embargo entiendo que mis acciones merecerían un castigo ya que su... coso... era muy valioso ¿debo asumir? y dígame; ¿De qué manera, yo, podré resarcirla por lo acontecido? Digo… si un “perdón” no le basta. Porque a mí me sobraría con una mirada. Míreme; ¿éstos son los ojos de un maleante? ¿Acaso no ve arrepentimiento infinito en ellos?

Ah…

Con que esas tenemos... encerrado. ¿¿Un mes??... ¿no le parece excesivo? Es que creo que no fue tan... sí, ya sé. ¿Pero no podría ir...?

En serio es usted muy cruel, ¿lo sabía?

!¿Cómo puede hacerme esto?¡

En serio…¡Mamá, no! Yo quería ir... ¡Vos me dijiste! (berrinche)


Mini monólogo por da rabbit.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Puntos de vista

La decisión está tomada, había dicho Roberto una semana atrás. Y aunque Dolores (su mujer) le dijera que no era necesario apresurarse tanto, él no daba marcha atrás.

_ Después de un tiempo, los chicos se van a acostumbrar. Es una oportunidad que no podemos dejar pasar.

Ella no estaba del todo de acuerdo y se lo hacía saber:

_ Roberto, estas decisiones hay que tomarlas en conjunto ¿O acaso no somos una familia?

Mas él decidía hacerse el sordo, como si la única opinión que contara en esa casa fuera la suya.
Esteban, desde el momento en que conoció la noticia, adoptó una posición rígida, intransigente. Siendo el mayor de los hermanos, pensó que debía llevar la voz cantante.

_ Si se quiere ir, que se vaya solo, le repetía a su madre, con tono de voz elevado, casi desafiante.
Dolores no quería estar en el medio, más bien pretendía que todos se sentaran a hablar, como personas civilizadas, que todos expresaran su opinión al respecto, incluso Tomás, que no había hablado mucho del tema, seguramente desconcertado con tal situación.
Roberto había sido claro aquel mediodía, luego del almuerzo:

_ Tengo una oferta de trabajo en Estados Unidos que no puedo rechazar. Por mi bien y por el de todos ustedes. Así que en dos meses tenemos que viajar a Nueva York para mudarnos definitivamente. Hay excelentes colegios allá, con el idioma no van a tener problemas. En fin, será una experiencia fantástica para todos.
_ Pero acá tenemos todo; amigos, primos, tíos, colegio, club de fútbol. No podes sacarnos eso de un día para el otro.

Si bien Esteban se plantaba ante su padre, Roberto se mantenía firme:

_ La decisión está tomada. No voy a admitir ataques de rebeldía de tu parte.
_ ¿Vos no decís nada, mamá?

Dolores, disgustada con la manera en que su marido manejaba las cosas, levantaba los platos de la mesa y buscaba en la cocina un poco de paz. Desde esa parte de la casa, escuchaba los gritos de Esteban, el vozarrón de Roberto, insultos, golpes en la mesa, hasta una cachetada que impactaba en la cara de su hijo. Después, el ruido de la puerta de entrada abriéndose y cerrándose bruscamente, y la casa que parecía vacía.
Tomás, envuelto en ese clima hostil que se había instalado en la casa, sufría en silencio. Escuchaba todo pero hablaba poco. No soportaba que su familia no pudiese resolver sus conflictos de una manera más pacífica, quizás hasta más democrática. Se encerraba largas horas en su habitación, tratando de evitar tomar partido por su hermano o por su padre. Porque eso era lo que ambos pretendían, aprovechando cada momento que tenían a solas con él para martillarle el cerebro con órdenes, con indicaciones, con maniobras para ponerlo de su lado. Ahí estaba su padre llamando a su puerta, sentándose en el borde de su cama, dando vueltas y vueltas con monólogos aburridos hasta que de pronto decía lo que había ido a decir en un principio: que hablara con su hermano, si, a pesar de ser el menor, debía convencerlo, hacerlo recapacitar, no podía ser tan egoísta. También Esteban agotaba su paciencia, hablándole mal de su padre, señalándole que él tenía que ponerse fuerte, diciendo lo que realmente pensaba, que tenía que hacerle saber al viejo que estaba equivocado, que ellos no se irían a ningún lado; también Esteban acusaba a su padre de egoísta, de pensar solo en él, en su progreso, ¿y la familia qué?, ¿y la familia qué? Tomás creía (aunque no lo decía) que los dos eran iguales: preocupados solo por su interés personal, se olvidaban de los demás; ninguno de los dos (ni su padre ni su hermano) le había preguntado como se sentía, por qué no hablaba prácticamente con nadie, por qué casi no probaba bocado desde hacía unos días; en verdad, no les importaba él en cuanto persona, sino como medio para tener razón, para salirse con la suya.

Dolores tejía en el living de su casa, mientras pensaba que el tejido había sido su mejor compañía durante los últimos días. Con Roberto y Esteban casi no cruzaba palabra, debido a ese carácter espantoso que habían heredado vaya a saber uno de quien. Y Tomás siempre guardaba demasiado, ¡un día le va a salir una úlcera a ese chico de tanto acumular! Cierto era que su familia no se caracterizaba precisamente por una comunicación fluida, pero la conducta del chico llamaba su atención hasta el punto de hacerla preocupar. Sonaba el timbre, y Dolores luego de notar que lo hacía cada vez de manera más desafinada, probablemente a causa de que las pilas ya estaban para cambiar, se levantaba del sillón y observaba por la mirilla de la puerta. Cartón lleno: su suegra del otro lado. Hacía pasar a la madre de Roberto, trataba de relajarse, respiraba profundo, pase Angélica, póngase cómoda. Pero Angélica no se ponía cómoda, clavaba sus ojos en Dolores, mientras se quejaba de que ella era siempre la última en enterarse de todo, de que su opinión no contaba para nada, que pensaran un poco en esa pobre vieja que los tenía únicamente a ellos. Dolores le avisaba a su suegra que la esperara unos minutos, que en breve estaría nuevamente con ella, y sin que Angélica pudiese verla, sacaba un whisky del modular ubicado frente a su dormitorio y se servía un vaso bien cargado, de esos que ayudan a superar situaciones intolerables, por ejemplo cuando una vieja que no sabe que hacer con su vida llega a la casa de una con planteos y pataleos y escenas ridículas, haciéndole disparar los nervios.
Angélica, parada junto a la mesa del living, estudiaba detenidamente con sus ojos el estado de la casa. Demasiado desordenada para su gusto. Acomodaba unas hojas tiradas en una silla (probablemente olvidadas allí por alguno de sus nietos), deslizaba un dedo por la televisión. Un trapo no viene mal de vez en cuando. De repente, sin que hubiera tenido tiempo para advertirlo, la mirada de Dolores la atravesaba de punta a punta. No era la misma que le había abierto la puerta unos minutos atrás, que le había ofrecido ponerse cómoda, que le había dicho que pronto estaría con ella. Era como si en esos minutos de ausencia algo hubiese pasado. Cual si su nuera hubiese juntado coraje para enfrentarla a ella, para recordarle que no tenían por qué consultarle decisión alguna, que desde hacía años venía esperando ese momento, que desde hacía años (desde que la conoció, más bien) venía aguantando sus opiniones, sus consejos, la voz de la experiencia. Para su sorpresa, Dolores no abría la boca. Entonces Angélica trataba de romper ese hielo que se había interpuesto entre ambas con un: ¿los chicos, cómo andan?, ¿en el colegio? Pero Dolores, entendiendo que cualquier palabra que pronunciara carecía de sentido, que un enfrentamiento frontal con su suegra empeoraría las cosas, se limitaba a asentir con la cabeza, para luego desplomarse en una silla y encender el televisor con el control remoto.

Esteban llegaba del colegio y se encontraba con la presencia de su abuela en la casa. Aunque le parecía raro que estuviese allí (generalmente ellos iban a visitarla a su casa y no al revés), estimó adecuado no averiguar demasiado, saludar a su abuela con un beso y un abrazo, y meterse en su cuarto a descansar. A las seis arrancaba el entrenamiento, eran las cuatro y media, tenía tiempo para dormir un rato. Pero no iba a poder descansar esa tarde, ya que en ese mismo instante en el que sus ojos se empezaban a apagar y el sueño lo ganaba casi por completo, algo ocurría en la casa, algo que no le permitía mantenerse ajeno, allí, enroscado entre las sábanas, algo que lo llevaba a saltar de su cama e intervenir. Su padre, gritándole a su madre, con la mano alzada, cual si estuviera próxima a propinar un golpe. Su madre, con la cara desencajada, por primera vez (Esteban no recordaba otra ocasión similar) enfrentando a su padre tan abiertamente y, encima haciéndolo en las narices de su abuela. Más tarde, cuando Esteban se dirigía hacia su entrenamiento, apurado y a las corridas porque llegaba tarde, un vecino le preguntaba si había sucedido algo en su casa (por los gritos, agregaba). El se ponía un poco nervioso, pero al final terminaba respondiendo que no, que no había sucedido nada, y que si hubiese pasado algo no era asunto suyo, viejo metido. Luego le decía si no tenía nada mejor que hacer que andar chismoseando en la vida de los demás y se marchaba furioso.

Era la hora de la cena y Roberto se impacientaba porque el reloj de la cocina daba las nueve y Esteban no había llegado. Siempre lo mismo con este chico, no respeta a nadie. Si sabe que acá se come a esta hora, que avise si viene más tarde. Buscaba que su mujer, o al menos su otro hijo, ratificara sus palabras, pero nadie gastaba saliva, se desentendían de la situación, si, era más fácil hacerse el gil. Dolores colocaba los platos sobre la mesa, se alegraba de que Tomas la ayudara (quizás era el único de esa casa que se preocupaba un poco por ella, aunque solo fuera con un gesto o una actitud), sacaba la comida del horno y se sentaba a comer. El timbre sonaba, nadie se levantaba de su silla, si no me levanto va seguir jodiendo ese ruido insoportable pensaba Tomas, poniéndose las pantuflas que ahora se movían hacia la puerta de entrada.




Comía en el restaurante al tiempo que recordaba aquella noche, parecida a esta (porque cenaba pollo con papas y tomaba gaseosa) pero diferente (habían pasado varios años ya y el había dejado de ser un niño). Recuperaba aquella escena lentamente: se podía ver abriendo la puerta de entrada, con sus pantuflas, su jogging, su buzo deportivo, ahora con ese tipo enfrente suyo que le preguntaba si esa era la casa de la familia Aquino, después si allí vivía Esteban Aquino. El haciendo un gesto afirmativo con la cabeza, queriendo decir que si con la boca pero no pudiendo, quedándose mudo. Tal vez presintiendo (si, aunque resultara raro, lo había presentido) que algo grave había tenido lugar, y que dicho suceso se relacionaba directamente con su hermano, llamaba a sus padres, con la voz quebrada, casi rota. Recuerda la cara de su madre: pálida; desde el momento en que había escuchado el nombre Esteban Aquino, su cara lucia así, sin color, desteñida. El semblante de su padre no era mucho mejor, estaba tenso, con los músculos contraídos. Fue entonces cuando aquel señor (como le costaba a ese pobre hombre mirarlos a los ojos) dijo lo peor: el chico tuvo un accidente; estaba cruzando la calle y se lo llevó por delante un automóvil; una ambulancia lo está trasladando al hospital; acá está la dirección. El sonido del celular lo traía nuevamente al presente, atendía, era su hermano, quería saber si iría a comer el lunes a su casa, que si, que se quedara tranquilo, allí estaría, que no se iba a olvidar, que no se pusiera pesado, si, él también lo quería, chau, nos vemos el lunes.



BARRETO

jueves, 10 de septiembre de 2009

Espuma en la boca del corazón.

Quisiera encontrar las palabras para describir cada momento, sentimiento, etc,




Por eso te escribo a vos.

Vos entenderás.


Hay veces en que los cielos abren sus fauces para tragar todo; todo destruirlo. Hay veces en que uno mismo es el que destruye los cielos que abrazan (y abrasan) nuestro atormentado ser.

De repente es claro, como el día. Todo es ilusión, nada de lo que podamos ver existe realmente, aún a sabiendas de que todo es tan real…

Real como la muerte, como la noche; como los arcos que crean los rayos al caer como ángeles expulsados del paraíso. Anhelando besar tierra, buscando.


Buscando.


Buscando el fin o el principio. Es lo mismo. Cambio, crisis y, finalmente, tranquilidad.

Aburrida y sobria; de esas que inquietan por su quietud. De esas que esperamos encontrar, nos llenamos la boca (deseándola y) comiendo heces, vestigios de una paz que nunca tuvimos.

¿Acaso somos algo más que seres carroñeros de nuestros propios sueños muertos?

Tampoco quiero sonar desesperado. Tampoco quiero sonar deshecho.

Ni remiendos, ni burbujas de colores. Verborragia inútil e incandescente.

Just a vessel you need to fill in with something, anything you want.

Sólo una muñeca estúpida, vacía, imperfecta (uno de esos tres adjetivos es tan hermoso).




Rabbit.

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"Y cuando todo el mundo se iba
y nos quedábamos los dos
entre vasos vacíos y ceniceros sucios,
qué hermoso era saber que estabas
ahí como un remanso,
sola conmigo al borde de la noche,
y que durabas, eras más que el tiempo,
eras la que no se iba
porque una misma almohada
y una misma tibieza
iba a llamarnos otra vez
a despertar al nuevo día,
juntos, riendo, despeinados."

Julio Cortázar.