lunes, 14 de septiembre de 2009

Puntos de vista

La decisión está tomada, había dicho Roberto una semana atrás. Y aunque Dolores (su mujer) le dijera que no era necesario apresurarse tanto, él no daba marcha atrás.

_ Después de un tiempo, los chicos se van a acostumbrar. Es una oportunidad que no podemos dejar pasar.

Ella no estaba del todo de acuerdo y se lo hacía saber:

_ Roberto, estas decisiones hay que tomarlas en conjunto ¿O acaso no somos una familia?

Mas él decidía hacerse el sordo, como si la única opinión que contara en esa casa fuera la suya.
Esteban, desde el momento en que conoció la noticia, adoptó una posición rígida, intransigente. Siendo el mayor de los hermanos, pensó que debía llevar la voz cantante.

_ Si se quiere ir, que se vaya solo, le repetía a su madre, con tono de voz elevado, casi desafiante.
Dolores no quería estar en el medio, más bien pretendía que todos se sentaran a hablar, como personas civilizadas, que todos expresaran su opinión al respecto, incluso Tomás, que no había hablado mucho del tema, seguramente desconcertado con tal situación.
Roberto había sido claro aquel mediodía, luego del almuerzo:

_ Tengo una oferta de trabajo en Estados Unidos que no puedo rechazar. Por mi bien y por el de todos ustedes. Así que en dos meses tenemos que viajar a Nueva York para mudarnos definitivamente. Hay excelentes colegios allá, con el idioma no van a tener problemas. En fin, será una experiencia fantástica para todos.
_ Pero acá tenemos todo; amigos, primos, tíos, colegio, club de fútbol. No podes sacarnos eso de un día para el otro.

Si bien Esteban se plantaba ante su padre, Roberto se mantenía firme:

_ La decisión está tomada. No voy a admitir ataques de rebeldía de tu parte.
_ ¿Vos no decís nada, mamá?

Dolores, disgustada con la manera en que su marido manejaba las cosas, levantaba los platos de la mesa y buscaba en la cocina un poco de paz. Desde esa parte de la casa, escuchaba los gritos de Esteban, el vozarrón de Roberto, insultos, golpes en la mesa, hasta una cachetada que impactaba en la cara de su hijo. Después, el ruido de la puerta de entrada abriéndose y cerrándose bruscamente, y la casa que parecía vacía.
Tomás, envuelto en ese clima hostil que se había instalado en la casa, sufría en silencio. Escuchaba todo pero hablaba poco. No soportaba que su familia no pudiese resolver sus conflictos de una manera más pacífica, quizás hasta más democrática. Se encerraba largas horas en su habitación, tratando de evitar tomar partido por su hermano o por su padre. Porque eso era lo que ambos pretendían, aprovechando cada momento que tenían a solas con él para martillarle el cerebro con órdenes, con indicaciones, con maniobras para ponerlo de su lado. Ahí estaba su padre llamando a su puerta, sentándose en el borde de su cama, dando vueltas y vueltas con monólogos aburridos hasta que de pronto decía lo que había ido a decir en un principio: que hablara con su hermano, si, a pesar de ser el menor, debía convencerlo, hacerlo recapacitar, no podía ser tan egoísta. También Esteban agotaba su paciencia, hablándole mal de su padre, señalándole que él tenía que ponerse fuerte, diciendo lo que realmente pensaba, que tenía que hacerle saber al viejo que estaba equivocado, que ellos no se irían a ningún lado; también Esteban acusaba a su padre de egoísta, de pensar solo en él, en su progreso, ¿y la familia qué?, ¿y la familia qué? Tomás creía (aunque no lo decía) que los dos eran iguales: preocupados solo por su interés personal, se olvidaban de los demás; ninguno de los dos (ni su padre ni su hermano) le había preguntado como se sentía, por qué no hablaba prácticamente con nadie, por qué casi no probaba bocado desde hacía unos días; en verdad, no les importaba él en cuanto persona, sino como medio para tener razón, para salirse con la suya.

Dolores tejía en el living de su casa, mientras pensaba que el tejido había sido su mejor compañía durante los últimos días. Con Roberto y Esteban casi no cruzaba palabra, debido a ese carácter espantoso que habían heredado vaya a saber uno de quien. Y Tomás siempre guardaba demasiado, ¡un día le va a salir una úlcera a ese chico de tanto acumular! Cierto era que su familia no se caracterizaba precisamente por una comunicación fluida, pero la conducta del chico llamaba su atención hasta el punto de hacerla preocupar. Sonaba el timbre, y Dolores luego de notar que lo hacía cada vez de manera más desafinada, probablemente a causa de que las pilas ya estaban para cambiar, se levantaba del sillón y observaba por la mirilla de la puerta. Cartón lleno: su suegra del otro lado. Hacía pasar a la madre de Roberto, trataba de relajarse, respiraba profundo, pase Angélica, póngase cómoda. Pero Angélica no se ponía cómoda, clavaba sus ojos en Dolores, mientras se quejaba de que ella era siempre la última en enterarse de todo, de que su opinión no contaba para nada, que pensaran un poco en esa pobre vieja que los tenía únicamente a ellos. Dolores le avisaba a su suegra que la esperara unos minutos, que en breve estaría nuevamente con ella, y sin que Angélica pudiese verla, sacaba un whisky del modular ubicado frente a su dormitorio y se servía un vaso bien cargado, de esos que ayudan a superar situaciones intolerables, por ejemplo cuando una vieja que no sabe que hacer con su vida llega a la casa de una con planteos y pataleos y escenas ridículas, haciéndole disparar los nervios.
Angélica, parada junto a la mesa del living, estudiaba detenidamente con sus ojos el estado de la casa. Demasiado desordenada para su gusto. Acomodaba unas hojas tiradas en una silla (probablemente olvidadas allí por alguno de sus nietos), deslizaba un dedo por la televisión. Un trapo no viene mal de vez en cuando. De repente, sin que hubiera tenido tiempo para advertirlo, la mirada de Dolores la atravesaba de punta a punta. No era la misma que le había abierto la puerta unos minutos atrás, que le había ofrecido ponerse cómoda, que le había dicho que pronto estaría con ella. Era como si en esos minutos de ausencia algo hubiese pasado. Cual si su nuera hubiese juntado coraje para enfrentarla a ella, para recordarle que no tenían por qué consultarle decisión alguna, que desde hacía años venía esperando ese momento, que desde hacía años (desde que la conoció, más bien) venía aguantando sus opiniones, sus consejos, la voz de la experiencia. Para su sorpresa, Dolores no abría la boca. Entonces Angélica trataba de romper ese hielo que se había interpuesto entre ambas con un: ¿los chicos, cómo andan?, ¿en el colegio? Pero Dolores, entendiendo que cualquier palabra que pronunciara carecía de sentido, que un enfrentamiento frontal con su suegra empeoraría las cosas, se limitaba a asentir con la cabeza, para luego desplomarse en una silla y encender el televisor con el control remoto.

Esteban llegaba del colegio y se encontraba con la presencia de su abuela en la casa. Aunque le parecía raro que estuviese allí (generalmente ellos iban a visitarla a su casa y no al revés), estimó adecuado no averiguar demasiado, saludar a su abuela con un beso y un abrazo, y meterse en su cuarto a descansar. A las seis arrancaba el entrenamiento, eran las cuatro y media, tenía tiempo para dormir un rato. Pero no iba a poder descansar esa tarde, ya que en ese mismo instante en el que sus ojos se empezaban a apagar y el sueño lo ganaba casi por completo, algo ocurría en la casa, algo que no le permitía mantenerse ajeno, allí, enroscado entre las sábanas, algo que lo llevaba a saltar de su cama e intervenir. Su padre, gritándole a su madre, con la mano alzada, cual si estuviera próxima a propinar un golpe. Su madre, con la cara desencajada, por primera vez (Esteban no recordaba otra ocasión similar) enfrentando a su padre tan abiertamente y, encima haciéndolo en las narices de su abuela. Más tarde, cuando Esteban se dirigía hacia su entrenamiento, apurado y a las corridas porque llegaba tarde, un vecino le preguntaba si había sucedido algo en su casa (por los gritos, agregaba). El se ponía un poco nervioso, pero al final terminaba respondiendo que no, que no había sucedido nada, y que si hubiese pasado algo no era asunto suyo, viejo metido. Luego le decía si no tenía nada mejor que hacer que andar chismoseando en la vida de los demás y se marchaba furioso.

Era la hora de la cena y Roberto se impacientaba porque el reloj de la cocina daba las nueve y Esteban no había llegado. Siempre lo mismo con este chico, no respeta a nadie. Si sabe que acá se come a esta hora, que avise si viene más tarde. Buscaba que su mujer, o al menos su otro hijo, ratificara sus palabras, pero nadie gastaba saliva, se desentendían de la situación, si, era más fácil hacerse el gil. Dolores colocaba los platos sobre la mesa, se alegraba de que Tomas la ayudara (quizás era el único de esa casa que se preocupaba un poco por ella, aunque solo fuera con un gesto o una actitud), sacaba la comida del horno y se sentaba a comer. El timbre sonaba, nadie se levantaba de su silla, si no me levanto va seguir jodiendo ese ruido insoportable pensaba Tomas, poniéndose las pantuflas que ahora se movían hacia la puerta de entrada.




Comía en el restaurante al tiempo que recordaba aquella noche, parecida a esta (porque cenaba pollo con papas y tomaba gaseosa) pero diferente (habían pasado varios años ya y el había dejado de ser un niño). Recuperaba aquella escena lentamente: se podía ver abriendo la puerta de entrada, con sus pantuflas, su jogging, su buzo deportivo, ahora con ese tipo enfrente suyo que le preguntaba si esa era la casa de la familia Aquino, después si allí vivía Esteban Aquino. El haciendo un gesto afirmativo con la cabeza, queriendo decir que si con la boca pero no pudiendo, quedándose mudo. Tal vez presintiendo (si, aunque resultara raro, lo había presentido) que algo grave había tenido lugar, y que dicho suceso se relacionaba directamente con su hermano, llamaba a sus padres, con la voz quebrada, casi rota. Recuerda la cara de su madre: pálida; desde el momento en que había escuchado el nombre Esteban Aquino, su cara lucia así, sin color, desteñida. El semblante de su padre no era mucho mejor, estaba tenso, con los músculos contraídos. Fue entonces cuando aquel señor (como le costaba a ese pobre hombre mirarlos a los ojos) dijo lo peor: el chico tuvo un accidente; estaba cruzando la calle y se lo llevó por delante un automóvil; una ambulancia lo está trasladando al hospital; acá está la dirección. El sonido del celular lo traía nuevamente al presente, atendía, era su hermano, quería saber si iría a comer el lunes a su casa, que si, que se quedara tranquilo, allí estaría, que no se iba a olvidar, que no se pusiera pesado, si, él también lo quería, chau, nos vemos el lunes.



BARRETO

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