jueves, 27 de agosto de 2009

Llegar a viejo

_ ¿Qué vamos a comer hoy viejita?
_ Milanesas con una ensaladita de lechuga y tomate.
_ ¿Otra vez milanesas, vieja? ¿Cuántos días hace que venimos comiendo lo mismo?
_ Dos días nada más. No te quejes viejo. Hay gente que no come nada.
_ Ya se vieja; siempre te vas a los extremos. Antes cocinabas todos los días; en cambio, ahora…
_ En cambio, ahora tengo 70 años Horacio. Estoy cansada de cocinar. Cocino desde que tengo uso de razón. Ya a los 12 años preparaba la comida en casa; mamá y papá trabajaban todo el día y yo, como ya sabes, soy la mayor de las hermanas. Era mi deber.
_ Me la se de memoria toda esa cantinela. Creo que con esta llegaste al millón. Si, debes andar por ahí.
_ Si no queres escuchar de nuevo esa historia, haceme un favor viejito, ¿si?
_ Si, viejita, el que vos quieras. Decime.
_ Dejate de romper las pelotas. Mira que simple.
_ Ah, mira vos que bien. A los 70 años te volviste grosera.
_ Y vos un viejo quejoso. No, no te rías. Ahora me enojé.
_ Vení, Rosita, no te encabrones. Dame un beso.
_ Está bien, pero uno solo; no te lo mereces, chinchudo.
_ Vení; sabes que sin vos soy un desastre; ¿qué haría si no te tuviera?
_ Es lo que me pregunto yo todos los días. ¿Dónde estarías ahora?
_ Bueno, vieja, ya está. No te sigas desquitando. Hagamos una cosa. ¿Por qué no llamo a la pizzería y pido unas empanadas de espinaca, como te gustan a vos?
_ ¿No querés que te cocine?
_ No, dejá. Ya hiciste bastante por hoy.
_ En serio. Te hago esa carne rellena con papas que tanto te gusta.
_ ¡Como sos eh! No quiero que cocines. Quiero que te quedes acá conmigo.
_ Te hago caso entonces. Cambiando de tema, ¿hablaste con Florencia hoy?
_ Llamó a la tarde. Vos habías cruzado al quiosco.
_ ¿Y? ¿Alguna novedad?
_ Dijo que seguía resolviendo su asunto. Mañana se junta con Rubén para arreglar los últimos detalles.
_ Ojalá salga todo bien, viejo. Flor se lo merece. Ya pasó por muchas cosas malas.
_ Hay que tener fe viejita. Todo llega en algún momento. Aparte, es inteligente como el padre. No le puede ir mal.
_ ¿Y cómo estás tan seguro de que sos el padre?
_ Sos graciosa cuando querés. Si es igualita a mí.
_ Eso quisieras. Yo la veo más parecida a Félix.
_ ¿Félix? ¿El ferretero que te arrastraba el ala antes de que yo te conociera? Por favor… Seguro que no llegó a darte un beso ese.
_ Mucho más que un beso me dio. Era de caballero… Me regalaba todas las semanas un ramo de flores, me llevaba a comer por el centro.
_ Mirá si te iba a llevar a comer ese piojoso; si no tenía donde caerse muerto.
_ Callate, viejo. ¿Vos qué sabes?
_ Yo era amigo del hermano, Rosita. Ese si que era un pibe piola. Las chicas se morían por nosotros dos.
_ Del susto se morían.
_ Fue una época dorada, vieja. Después te conocí a vos. Las chicas del barrio te tenían una envidia. Te habías llevado el primer premio.
_ Me imagino lo que serían los otros entonces.
_ No, viejita, en serio. Aparte, ¿cuánto hubieses durado con el ferretero? ¿Cómo se llamaba el otro que te andaba atrás?
_ Carlos.
_ ¡Cómo te acordas, eh!
_ Claro que me acuerdo. Tengo buenos recuerdos de él.
_ Basta, vieja. No sigas hablando que me pongo celoso.
_ No seas tonto viejito. Si sabés que sos el hombre de mi vida.
_ Si, lo se, pero me gusta que me lo repitas de vez en cuando.
_ No cambias más, viejo. Siempre fuiste un poco inmaduro.
_ Si, es verdad. Es el niño que tengo adentro.
_ Por tu aspecto, parece que tenes varios niños ahí adentro. Mirá la panza que tenés lechón.
_ Es cierto. Estoy gordo, ¿no?
_ Igual me gustas asi, viejo.
_ Ahora me martirizaste. Voy a empezar a ir al gimnasio, como la pendejada.
_ ¿Al gimnasio? ¿Te cuesta caminar hasta el baño y queres ir al gimnasio?
_ Yo tengo el alma de deportista. Me dejé estar un poco en los últimos años, pero el cuerpo tiene memoria.
_ Tiene amnesia tu cuerpo, caradura. Lo único que falta que me digas es que siempre tuviste un físico privilegiado.
_ Te lo digo, si querés. ¿Por qué? ¿Es mentira? Era el Sandro del barrio.
_ Hoy estás con todas las luces, viejo. Tenés cada ocurrencia. ¿Tomaste algo?
_ No, vieja. Ayer compré unas pastillas de viagra, pero las dejo para la noche.
_ ¡Que desubicado! Hablarle así a una dama ¡Descarado! ¿Qué pretende usted de mí?
_ ¡Qué linda que sos cuando te pones así!
_ Dale, viejo. Dejate de hinchar ¿Te volviste calentón a los 75?
_ ¿Qué tiene de malo? Ahora a los 75 estás en la flor de la vida. Cada cual tiene la edad que le dicta su corazón.
_ Ahora sos poeta también. Mirá que bárbaro.
_ En serio, vieja. No me cargues. Yo me siento bien de espíritu. Ya se que no estoy como a los 50, pero me siento pleno. Los años te sacan algunas cosas, aunque te dan otras.
_ ¿Por ejemplo?
_ Por ejemplo, la experiencia. El paso de los años te da una sabiduría que no se compra con nada. ¿No te parece, Rosita?
_ ¿Sabes que tenes razón, viejo? A veces me sorprendes con tus análisis.
_ Viste. Cuando pienso, soy una luz. Lástima que no pude terminar el colegio. Hubiese sido lindo. Es una cuenta pendiente que me queda para otra vida.
_ Eran otras épocas, Horacio. Tuviste que salir a trabajar desde chico, como lo hacíamos muchos de nosotros. Los que podían seguir estudiando eran unos pocos privilegiados.
_ Es cierto. Éramos tan pobres. Pero, bueno, la espina me queda. Ahí está; ya tengo una contra de ponerte viejo.
_ A ver, ¿cuál?, porque a mi se me ocurren muchas.
_ Ya se que hay otras pero ahora me acordé de esta.
_ Dale, viejo, decime. No des tantas vueltas.
_ ¿Quién te apura vieja? Como si tuviésemos que hacer otras cosas.
_ Dale, te escucho.
_ Te cuento entonces. ¿A dónde vas?
_ Me agarraron ganas de ir al baño, viejo.
_ ¿Lo primero o lo segundo?
_ ¿Qué sos un inspector, viejo? Lo primero.
_ Aguanta un poco, vieji. Ya termino.
_ Dale, apurate con tu cátedra de la vejez y la juventud.
_ Es una teoría que tengo, más bien.
_ ¡Mira vos! ¡Sos genial! Ahora sos un experto en crear teorías. No te falta nada.
_ Pará que te cuento. No seas prejuiciosa.
_ Bueno, tenés razón, te dejo hablar.
_ …
_ ¿Y viejo?
_ Estoy pensando.
_ ¿No me digas que te olvidaste lo que ibas a decirme?
_ ¿Podés creer que si?
_ En la flor de la vida no se pierde la memoria tan rápido, viejito.
_ Lo tengo en la punta de la lengua. Andá al baño, así me das tiempo.
_ Se me fueron las ganas, viejo. Hable o calle para siempre.
_ Me callo entonces. Pone la tele si querés. Ya debe estar por arrancar el programa de preguntas y respuestas de las ocho.
_ Es cierto. ¿Qué hora es?
_ Siete y cincuenta y cinco.
_ ¿Qué hora viejo?
_ Ahora siete y cincuenta y seis. ¿Estás sorda vieja?
_ No, viejo. Fue ese bocinazo que no me dejo escuchar. Esperá que prendo la tele.
_ En el canal diez, vieja.
_ Ya lo se, Horacio ¿No ves que no arrancó todavía?
_ Poné un rato el noticiero.
_ Sabés que no me gustan los noticieros, viejo. Y menos ese sensacionalista que mirás vos.
_ Un rato nomás, vieja. Hasta que empiece el otro programa.
_ Bueno, pero unos minutos nada más.
_ Si, quiero ver que informe están dando. No veo vieja. Correte de adelante del televisor.
_ Esperá un segundo que estoy acomodando la señal. ¡Que impaciente que sos! ¡Igual a tu hermano!
_ ¿Qué tiene qué ver Enrique en esto? Siempre la liga el pobre. No lo querés ni un poquitito.
_ No empecemos otra vez con lo mismo, viejo. ¿Querías mirar el noticiero? Ahí lo tenés.
_ Tenés razón, subí un poco el volumen.
_ Menos mal que la sorda era yo.
_ Dale. Vení al lado mío y dejá de protestar.
_ Está bien, pero ahora cambiamos ehh.
_ Si, vieja. Mirá como le pegan a ese pibe. Le están rompiendo la cabeza.
_ Por eso no quiero mirar el noticiero, viejo. Todos los días lo mismo. Violencia y más violencia. Me deprime Horacio.
_ Es la realidad, vieji. Aparte, es lo que vende.
_ No me importa si vende o no. No lo tolero.
_ No te alteres. Lo cambio.
_ Gracias viejito. Se me acelera el corazón cuando veo esas cosas.
_ ...
_ No, no me mires como si estuviera loca. No me asusto por nosotros que ya estamos de vuelta; pero por los chicos, sí. Salen y vuelven tarde, de madrugada. Decí que no vivimos con ellos; estaría todo el tiempo con miedo.
_ Ya está vieja. Hablemos de otra cosa. Uh, me olvidé de pedir las empanadas. Tenés razón, me está fallando la memoria.
_ Yo no dije nada.
_ Pero lo pensaste. ¿O no? Este viejo cachivache que tengo al lado se olvida de las cosas.
_ Dale tonto. Llamá y hacé el pedido.
_ Lo único que falta es que se haga encima y lo tenga que limpiar.
_ ...
_ No te enojes, vieji. Sabés que lo digo en broma.
_ Y vos sabés que no me gusta hacer chistes con esas cosas.
_ Está bien. Tema terminado. Voy a llamar a la pizzería, mejor.
_ Si, antes de que me enoje del todo.




BARRETO

martes, 18 de agosto de 2009

A Tánatos

No se hasta qué punto será conveniente guardar la espina dorsal. Hacer, de los jardines, un banquete antropófago es una imagen que resulta lo suficientemente atractiva. Esta costra de nervios y mucosidades se desplomaría dando un golpe seco sobre las rocas y… ¡Voilà! Damas y caballeros, la mesa estaría servida…
Sí dejo correr más venenos por toda mi planta, quedará el hígado como un aeródromo de hielo varado en el caribe ¡Pobre del duodeno y sus subordinados! Tendrían que buscarse otra ocupación, o bien, valerle a las hienas que deambulan en las sabanas africanas.
¿Y sí dejo caer mis ojos?... ¡Virtud! Arrancaría el esplín que dejan los amaneceres en cada tango que se vuelve como la séptima rompiente entumeciendo a todo el organismo; pero no les veré, podrán tomarme por sorpresa corra el viento a donde corra. No obstante les oleré… ¡Sí! ¡Les oleré! Desarrollaré ese sentido que Buenos Aires supo malograr. Podré distinguir entre la fruta fresca y las heces de elefante. Seré una nariz andariega… ¡Conoceré al mundo con el hocico!
¿Pero qué hay de mis manos, mis oídos y mi boca?... ¡Sencillo! ¡Cosa de antaño! Las mujeres se encargarán de amoratarles…
Haciendo un recuento: descreo de la ciencia y de los dioses ¿para qué obsequiarles este envase? No tiene caso, sería como beber agua podrida...

¡Se lo encomendaré a la naturaleza! ¡así es! ¡guardaré la espina dorsal! Azaroso se hallará mi destino: seré el idóneo de todas las fieras, de los gusanos y de todo simpático caníbal que se conforme con poco (un gordito le sentaría mejor).
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Empujó Sanrod.

martes, 11 de agosto de 2009

Prólogo a Los lanzallamas (1931), Roberto Arlt

Con Los lanzallamas finaliza la novela de Los siete locos.Estoy contento de haber tenido la voluntad de trabajar, en condiciones bastante desfavorables, para dar fin a una obra que exigía soledad y recogimiento. Escribí siempre en redacciones estrepitosas, acosado por la obligación de la columna cotidiana.
Digo esto para estimular a los principiantes en la vocación, a quienes siempre les interesa el procedimiento técnico del novelista. Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el Diablo están junto a uno dictándole inefables palabras.
Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo. Máxime si cuando se trabaja se piensa que existe gente a quien la preocupación de buscarse distracciones les produce surmenage.
Pasando a otra cosa: se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de su familia.
Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad.
Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela, que como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos…! Mas hoy, entre los ruidos de un edificio social que se desmorona inevitablemente, no es posible pensar en bordados. El estilo requiere tiempo, y si yo escuchara los consejos de mis camaradas, me ocurriría lo que les sucede a algunos de ellos: escribiría un libro cada diez años, para tomarme después unas vacaciones de diez años por haber tardado diez años en escribir cien razonables páginas discretas.
Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos. Después, estas mismas columnas de la sociedad me han hablado de James Joyce, poniendo los ojos en blanco. Ello provenía del deleite espiritual que les ocasionaba cierto personaje de Ulises, un señor que se desayuna más o menos aromáticamente aspirando con la nariz, en un inodoro, el hedor de los excrementos que ha defecado un minuto antes.
Pero James Joyce es inglés. James Joyce no ha sido traducido al castellano, y es de buen gusto llenarse la boca hablando de él. El día que James Joyce esté al alcance de todos los bolsillos, las columnas de la sociedad se inventarán un nuevo ídolo a quien no leerán sino media docena de iniciados.
En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan en todas las horas de sus días y sus noches.
De cualquier manera, como primera providencia he resuelto no enviar ninguna obra mía a la sección de crítica literaria de los periódicos. ¿Con qué objeto? Para que un señor enfático entre el estorbo de dos llamadas telefónicas escriba para satisfacción de las personas honorables:
"El señor Roberto Arlt persiste aferrado a un realismo de pésimo gusto, etc., etc."No, no y no.Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro, por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un "cross" a la mandíbula. Sí, un libro tras otro, y "que los eunucos bufen".
El porvenir es triunfalmente nuestro.
Nos lo hemos ganado con sudor de tinta y rechinar de dientes, frente a la "Underwood", que golpeamos con manos fatigadas, hora tras hora, hora tras hora. A veces se le caía a uno la cabeza de fatiga, pero…. Mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se titulará El Amor brujo y aparecerá en agosto del año 1932.Y que el futuro diga.


Roberto Arlt





Recomiendo enérgicamente leer a este SEÑOR. Subí el prólogo a Los Lanzallamas, ya que me parece sencillamente brillante. Como bien lo dice él, es un ¨cross en la mandíbula¨.

Algunas reflexiones puntuales: _ La consideración de la escritura como un trabajo.
_ ¨Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte¨ (no admite comentario alguno)
_ Qué lindo sería escribir mal como este tipo. Para el canon vigente en ese momento, Arlt escribía mal. Pobre Canon.
_ Hay que tener cuidado cuando la forma adquiere una primacía sobre el contenido; cuando se ahoga el contenido debajo de la forma; lo primordial es tener un contenido que salga a hacerse de una cara (estética); ¨no se puede privilegiar el signo por sobre el hombre¨ (esta frase no es mía).
_ Siempre tuve esta duda: si el crítico literario tiene tantos conocimientos acerca de esta disciplina, ¿por qué rara vez los vemos escribiendo novelas, cuentos, etc?
_ La literatura se hace escribiendo. No hay otra manera. Es una herramienta para transformar la realidad. ¨El futuro será nuestro, por prepotencia de trabajo¨




BARRETO

lunes, 10 de agosto de 2009

Pasado, presente, futuro

Despertó como casi todos los días: acostado boca abajo, con el pecho aplastado contra el colchón y los brazos abrazando la cama. Dormía sin almohada; desde hacía unos años había adoptado esa costumbre un tanto extraña para algunos, natural para él.
El cuerpo descansa de manera más confortable, respondía cuando alguien se atrevía a cuestionar su hábito. Y no se hablaba más del tema. Era inútil discutir acerca de esas tonterías. En definitiva, cada cual podía dormir como quería. ¿O acaso existía un manual para dormir correctamente?

Miró el despertador colocado encima de la mesita de luz: siete de la mañana. Demasiado temprano para trabajar; demasiado tarde para quedarse remoloneando en la cama.
Se puso las pantuflas, abrió la puerta de la habitación (siempre cerrada con llaves durante la noche) y repasó velozmente con sus ojos el pasillo que comunicaba el dormitorio con el baño.
Lucía diferente; no había alfombra en el suelo, solo cemento; los retratos colgados hasta el día anterior ya no estaban, y ahora los reemplazaban ciertos dibujos exóticos pintados en la pared.
Creyó estar un tanto dormido; esa era la razón por la cual las cosas aparentaban ser diferentes. Aunque cuando entró al baño, su cuerpo se detuvo, casi paralizado, al notar que el inodoro no estaba donde debía estar (al margen que ese no era su inodoro), el espejo tampoco estaba en su lugar, ni siquiera la ducha.

Algo andaba mal; parecía haber despertado en una casa que no era la suya. Mas, ¿por qué su habitación seguía siendo su habitación? Si él estuviese en una casa ajena, no cabía la posibilidad de haber despertado en su propio cuarto. Ese mismo que no mucho tiempo atrás funcionaba, además de dormitorio, como sala de lectura, cocina y hasta de lugar preferido para la atención de las visitas (solo en aquellas ocasiones en que el huésped fuera una mujer; y ahí si que no importaba la edad, el color de piel ni la religión).

Recorrió con pasos pesados y cuidadosos el resto de la casa. Cada rincón le resultaba ajeno. A pesar de no entender lo que sucedía, su lucidez se mantenía intacta. Vistiéndose con las primeras prendas que encontró a su alcance, y sin importarle que no fuera esa su ropa, salió a la calle, como si ella pudiera darle la respuesta que la casa le negaba.

Un sol amarillo furioso se posaba sobre su cara. Luego de permanecer unos segundos cubriéndose los ojos con una de sus manos, avanzó hacia la vereda. Echó una mirada a su alrededor. Su casa, o mejor dicho, la casa donde había despertado ese día, estaba circundada por altos edificios, lo que generaba un contraste más que evidente. Ese fue el primer momento en el que se preguntó si aquello podía ser real; él, viviendo en una casa que no era la suya; ¨su casa¨, rompiendo la armonía del paisaje.
Trataba de articular una explicación coherente, mientras se detenía en la gente que pasaba a su lado. Lo observaban de reojo, cuchicheaban en voz baja y seguían caminando. El no alcanzaba a escuchar lo que comentaba esa gente, pero tenía la sensación de que no era algo bueno, de que no era bienvenido en ese lugar.

Comenzó a desplazar sus piernas hacia una dirección desconocida. No sabía a donde se dirigía, solo que no podía quedarse quieto allí, esperando que por arte de magia le cayera una revelación del cielo. Acaso el solo hecho de caminar por ese mundo, lo acercaría más a la verdad.

Se movía entre la multitud; trataba de entender alguna conversación pero no había caso, no hablaban su idioma; nunca había oído esas palabras; tal vez, un dialecto, tal vez… Le dolía la cabeza, le sudaban las manos; buscaba una confitería, un vaso de agua que le calmara la sed. ¿Cómo comunicarse con los demás?

Se detuvo frente a un bar; no tanto por la necesidad de enjuagar su boca sino más bien por la muchacha sentada en una de las mesas. Ella clavaba sus ojos en él; él no podía retirar los suyos de su cara. Algo le decía interiormente que ella podía ayudarlo. La joven, levantándose de su silla, salió a su encuentro. El, aguardaba nervioso en la puerta mientras buscaba en su cabeza la manera de contarle a esa mujer lo que estaba pasando.

- Al fin te encontré; hace tiempo que te ando buscando, dijo la chica con voz aliviada.
- Disculpá, ¿nos conocemos?
- En realidad, yo te conozco a vos. Seguramente no entenderás mucho en este momento. Vamos para mi casa así te puedo contar todo detalladamente.

El dudó; ¿y si esa mujer solo buscaba engañarlo?; no importaba eso ahora; si quería llegar hasta el fondo de la cuestión, debía tomar cierto riesgos, como confiar en esa joven desconocida que no solo afirmaba conocerlo sino que lo invitaba desprendidamente a su casa.

Durante todo el camino no hablaron una sola palabra. Era tiempo de estudiarse en silencio; de relojear al otro con el rabillo del ojo, de ponerlo a prueba.
Recién en ese instante reparó en que la muchacha había pronunciado la palabra casa, no departamento. En todas esas cuadras no había visto ninguna casa, solo edificios. Sintió entonces que algo profundo lo unía a esa mujer. No sabía que podía ser, pero, sin dudas, el destino la había colocado allí, para allanar su vida.
Una casa con jardín pequeño se estacionaba frente a ellos. Entraron por un pasillo prolongado que unía la entrada con el garage. Aunque la intriga lo carcomía por dentro, decidió esperar a que tomara la palabra la joven.

- Ponete cómodo. Hacé de cuenta que estás en tu casa.
Se contuvo para no reírse. Ya no sabía cual era su casa. No era gracioso, pero tenía ganas de disfrutar un poco de la situación.
Según esa mujer, ellos no pertenecían a este tiempo; provenían del pasado; eran los únicos sobrevivientes de ese pasado; por esa razón ella lo había buscado insistentemente.

- Pará un segundo. ¿Vos me querés decir que viajamos al futuro?
- En verdad, somos los únicos que logramos sobrevivir al pasado.
- Es imposible. ¿Ayer tenía mi vida de siempre y hoy pertenezco al futuro?
- Ahí está tu confusión. Entre ayer y hoy hay una distancia gigantesca. Años y años de historia humana.

Necesitaba un poco de agua para apagar ese fuego que se había instalado en su garganta. Bebía casi sin respirar, con los ojos cerrados y la nuca inclinada hacia atrás. Ella seguía allí, sentada junto a él en aquel sillón, buscando las palabras adecuadas para relatar su historia.

- Explicame un poco más, dijo al recobrar el color en su cara.
- Mirá, no hay forma de que comprendas todo ahora. Solo el tiempo puede poner las cosas en su lugar. Lo último que te digo por hoy es que todos esos años que transcurrieron, para vos fueron solo horas. Mientras dormías, el mundo se transformaba misteriosamente. Yo te busco desde hace tiempo; no sabía en que momento podías despertar; tenía que estar preparada para la ocasión. Ahora tenés que descansar.
Ella, tal como lo hace una madre con su hijo, lo acompañó hasta su cuarto, lo acostó en su cama y lo tapó con unas frazadas. El, no tenía fuerzas para pensar en nada; dormir, solo dormir.

Despertó boca arriba, con la almohada sobre la cara y las manos en su abdomen. Para su sorpresa, estaba en su cama, en su habitación. Dio una vuelta a la casa. Todo estaba igual que siempre; cada cosa en su lugar. Sentía una sensación extraña, de todos modos; un vacío que se alojaba justo en su estómago. Faltaba la muchacha. Su piel, sus curvas, sus gestos. Revisó nuevamente la casa; no, no estaba allí. En su memoria, si. Tan viva como si la conociera de toda una vida. Salió a la calle, en busca de esa joven que la casa le ocultaba. La gente no lo miraba; pasaba desapercibido. No había edificios a su alrededor; solo chalets y alguna que otra casa de dos pisos.

Con pasos ligeros caminó hacia la confitería, esperando a que se repitiese la misma escena: ella, sentada ahí adentro, con esa cara angelical; él, sin poderle sacar los ojos de encima. Sin embargo, al llegar al bar todas sus esperanzas se derrumbaron. La joven no estaba, su mesa estaba vacía. Pensó en irse, pero algo lo movía a entrar y a sentarse en aquella mesa. Pedía un agua sin gas al mozo, a la vez que hacía un paneo general del local. Pero nada. Lo que él buscaba parecía tan solo una ilusión. Tomó de a sorbos espaciados el vaso con agua. De repente, cuando ya toda esperanza había sido arrojada a la basura, una mujer se sentó en la mesa de al lado. Era ella. Una felicidad inagotable le corría por su cuerpo. La miraba fijamente, persiguiendo el contacto de sus ojos con los suyos. Ahora ella lo miraba, él le sonreía, ella no devolvía la sonrisa, daba vuelta la cara, como si no lo registrara. El se desanimaba en un principio; luego se decía para sus adentros que tenía que pelear por la mujer de su vida. Se sentaba en su mesa, le contaba su versión de la historia, ella ahora si le sonreía, se mostraba atraída por él, y aceptaba tomar un café. Hablaban como si se conocieran de otra vida, de otro tiempo, de otro mundo.



BARRETO

sábado, 8 de agosto de 2009

Contrarreloj

“Y allá en el fondo está la muerte
si no corremos y llegamos antes y
comprendemos que ya no importa” *

Julio Cortázar
*
*

Son las 19:43 y Bruno putea entre dientes, porque revisó hasta el más recóndito lugar de su casa y, no hay caso, no encuentra las llaves. Se repite constantemente, a modo de fijarlo en su cabeza: “A las ocho en punto, en la fuente de la Estación”. Esa muchacha tan simpática, que había conocido el sábado pasado, estaría esperándolo y, sin más remedio, sale a la calle. Cómo entrar a casa a la vuelta… ¿a quién le importa, mientras alguien espera?
*
Cuando se encuentra en apuros tiene la sensación de que el jorobado, que aceita los engranajes que mueven al mundo, rehusó de su tarea para echarse sobre un pozo que se amolde a su camélida anatomía. ¿Alguien puede culparlo? ¿Acaso éste no puede abusar de sus momentos de ocio? ¿Quién va a castigarlo por ello?
Son, sea minutero o segundero, estoques cual gladiador se valdrá para amainar las tormentas (encarnadas en arrugas) que arrastra el insoluble espejismo del tiempo presente. Tal figuración violenta su charco gris, lo desplaza de su eje. Es evidente: él está a contratiempo. Tan evidente como las tantas criaturas de pasos pesados que apuntalan el cemento con desdeñoso frenesí y como las tantas otras brisas que acarician las ramas del palisandro. Es aun más evidente, cuando las nubes se entrelazan ofreciendo, en el cielo, un espectáculo digno del sello dantiano, correspondiéndose, a su vez, con su intermitente pulso. Las nubes a mil, su corazón a mil y la ciudad en reposo bajo un trance hipnótico…
*
Entretanto, Celeste aguarda en la fuente. Se relame los labios y balancea su cabeza en busca del pibe que tan responsable se mostró unos pocos días atrás. “Son todos iguales, les demostrás un poquito de interés y cagaste”, masculla enfurecida. Mal o bien, se permite cederle unos minutos más: “quizá le haya pasado algo”.
*
Bruno conoce lo que le espera. Cada uno de sus movimientos se ajusta a una rigurosa revisión matemática: metódica, cruel, lapidaria. Son, los segundos, caníbales despiadados que atosigan su planta. Gotas de sudor manan de su frente como ríos de sal. Todo un sacrificio para que vaya a su encuentro un gélido y punzante “llegaste tarde”.
*
**************
* Cita: "Instrucciones para dar cuerda al reloj" ("Historias de cronopios y de famas", 1962).
Relató Sanrod.

martes, 4 de agosto de 2009

Carta a un hermano en el exterior

¿Cómo andas hermano querido? Si, es verdad, hace mucho que no te mando una carta. ¿Cuál fue la ultima? Mínimo un ano atrás, o dos, ya se me olvidó.
Si, ya se que ahora nos hablamos por e mail, pero tenia ganas de sentir esto otra vez: esto de agarrar una lapicera, el papel y dejar que las palabras fluyan. Vos sabés mejor que nadie que cuando escribo me siento otro. Me relajo, el cuerpo deja de estar tenso, las ideas brotan con mayor claridad; en síntesis, me siento vivo, si, creo que es esa la palabra.
Aunque tengo que confesarte que no escribo con frecuencia. Y si, la vida es así. A medida que pasan los años queda menos tiempo para hacer las cosas que a uno le gustan.
Cada vez más obligaciones, más responsabilidades. Siempre apurado, corriendo de aquí para allá.
Quisiera jubilarme ahora. Si, a los 38. Bueno, por ahí estoy exagerando un poco. Siempre fui un poco exagerado, ¿no? Que se le va hacer, viene en los genes; pero si vos no sos así; el viejo si; todavía no es momento de hablar del viejo; más adelante, si; primero quiero contarte otras cosas.

La gorda esta gigante; ya tiene dos años; quiero que la conozcas negro, salió linda como la madre; Maxi ya pasó a primer grado; ¡la pucha, como pasa el tiempo! ¿Te acordas cuando éramos pibes, yendo a la casa de los abuelos y revoleándonos limonazos en medio del cuerpo?; ¡como picaban!, vos tenias más fuerza que yo, por eso terminaba siempre llorando en un rincón
¿Las mellizas? ¿Siguen tan bravas como antes o ya pasaron esa etapa de rebeldía? Sacaron el carácter de la madre
¿Cómo anda mi cuñada preferida? Ya se que es la única cuñada que tengo, pero si tuviese otras, seguiría siendo mi preferida.
Espero que bien; se los extraña por acá. El otro día lo hablaba con Cristina; comentábamos que desde que se fueron a Barcelona, las cosas no son iguales; nos falta algo; ustedes son nuestra única familia; me entendes, ¿no?; pienso que a vos te debe pasar lo mismo.

En realidad, doy vueltas para no ir directo al grano. Claro que me interesa saber como anda la familia, pero para eso no hace falta que te escriba una carta; basta con los contactos que tenemos por email cada tanto; y respecto de mi placer por la escritura, sabes que es cierto; sin embargo, en este caso ha servido de excusa, de introducción para llegar a lo importante: el viejo.

Vos te preguntarás qué pasa con el viejo. Es lo mismo que yo me pregunté ese día. Hace tres meses de esto negro; no me animaba a decírtelo, pensé que me ibas a dar por loco; no, que voy a estar loco; todo lo que te cuento a continuación no tiene ni un pelo de mentira. Al principio, ni yo lo podía creer; con el paso de los días lo tuve que aceptar, no me quedó más remedio.

20 de abril del 2009

Eran las ocho PM. Cristina y los chicos no estaban en casa, habían ido a un cumpleaños, y yo estaba con antojo de ñoquis caseros. Hacía ya unos meses que no los preparaba. Como estaba aburrido, limpié la cocina y me puse a amasar. Hay veces que la cocina puede funcionar como una terapia. Por lo menos, a mi me sucede eso. Lo mismo que con la escritura.

Eran las diez PM. La salsa estaba lista; a los ñoquis les faltaban unos minutos de cocción. Abrí un vino, de esos que guardo para las ocasiones especiales; me serví una copa; hice la degustación correspondiente; estaba delicioso, el acompañante ideal para una buena pasta casera. No lo sabía aún, sin embargo, presentía que esa noche iba a ser especial.

Pasadas las diez y treinta comencé a comer. La verdad, tengo buena mano para la cocina. El desorden que dejo en la mesada y la poca frecuencia con que cocino, son otra cosa. Lo dejo para mis detractores.
Comía en silencio. Me agrada hacerlo así. Sin el sonido de la televisión o incluso de la radio. Solo escuchando el chasquido de mi lengua cuando tomo el vino o el glup glup de mi garganta al tragar.

Recuerdo con precisión ese momento. Pensaba en tomarme unos días de vacaciones en el trabajo. Tal vez, viajar a algún lado, aprovechando el feriado. Fue en ese instante cuando sentí que no estaba solo en la casa. Flotaba en el aire una presencia extraña. Imaginé que era el vino quien estaba provocándome efectos alucinógenos, pero no, no era el vino. Notaba que había algo o alguien detrás mío.
Con el rabillo del ojo, traté de identificar lo que había a mis espaldas; solo pude ver el microondas encima de la mesada. No me animaba a darme vuelta. Aunque sabía que eso seguía allí, aguardando silenciosamente a que yo tomara coraje; trataba de juntar fuerzas para enfrentar lo que el destino había puesto en mi camino; ahora lo lograba y giraba la cabeza y el cuerpo entero, solamente que mis ojos no podían creer lo que tenían enfrente.
Me froté la cara con las manos; no había caso, continuaba ahí.

Me levanté de un salto de la silla y corrí hasta mi dormitorio. Cerré la puerta con llaves y esperé. Me senté en la cama, mirando fijamente la puerta de la habitación. Pasaron cinco minutos, diez, quince, y nada. La casa permanecía silenciosa y vacía. Dándome ánimo en voz baja, caminé con pasos firmes y lentos hasta el living. Ahí estaba de nuevo, cruzado de piernas, sentado en uno de los sillones. Temblaba, no me quedaba quieto, y una fuerza casi sobrenatural me atraía hacia él. El viejo, nuestro viejo, me miraba con ternura, con esos ojos protectores de siempre. Yo me sentaba a su lado, aunque no salía del asombro. Creía haberlo visto todo en mi vida; estaba equivocado.



Es probable que este espacio en blanco no signifique nada para vos. En cambio, para mí, lo significa todo. Desde aquel día en que el viejo se me presentó en casa sin avisar, las cosas se han puesto un tanto difíciles. Adivino lo que pensás al leer esto: ¿cómo es posible que se me haya aparecido el viejo si murió hace diez años? No creas que no me hice la misma pregunta; no encontré ni una sola respuesta mínimamente sensata. El me decía que había venido a ayudarme; que necesitaba de sus consejos, de su experiencia; en fin, la explicación no me convencía.
Es verdad que los primeros días estaba feliz de tenerlo ahí, conmigo, otra vez. Con el correr de las semanas todo cambió. Su presencia comenzó a incomodarme; tenía que esconderlo en el altillo para que no lo vieran, pasarle comida, acomodar lo que desordenaba; hacía malabares para que nadie sospechara nada.

El viejo parecía estar disfrutando con esa situación. Como si no se diera cuenta de que mi mal humor iba creciendo a medida que pasaban los días. En realidad, lo que más me molestaba del viejo era esa manía de aconsejarme, de decirme como tenía que manejar mi vida. Ya no era un adolescente; debía aceptarlo de una buena vez.

Una noche Maxi subió al altillo a buscar un juego de mesa; yo, recién salido de la ducha, escuché unos ruidos en la parte de arriba de la casa. Imaginando que era el viejo quien hacía semejante alboroto, entré corriendo al altillo, con la bata de baño todavía puesta. Maxi, parado encima de una escalera, revolvía uno de los estantes. Mi repentina entrada hizo que gritara del susto, casi cayéndose al suelo. Aunque me sentía aliviado, esa escena no podía repetirse. El viejo ya no seguiría viviendo en la casa.

A regañadientes, y luego de un par de horas dedicadas para convencerlo, aceptó mudarse al departamento de la calle Suipacha. No lo estábamos alquilando en ese momento, por lo tanto, parecía la solución perfecta.

El viejo comenzó a comportarse de manera extraña. Lo había llevado al departamento una madrugada para que no fuera visto por nadie. Le llevaba comida todos los días, pasaba a saludarlo un rato a la tarde; sin embargo, no se conformaba; pretendía vivir de la misma forma que el resto de la gente; ir a comprar el diario a la mañana temprano, reencontrarse con algunos viejos amigos; no entraba en razones; decía que yo no era nadie para darle órdenes.
Un día llegué al departamento y me crucé con la señora que vive justo arriba del viejo. Se quejaba; me reclamaba que la música sonaba a todo volumen el día entero; yo le aseguraba que no volvería a pasar.

La decisión estaba tomada; debía matar al viejo. Por más que lo amara demasiado, era la única forma de seguir con mi vida. Su presencia me resultaba insoportable; como una carga que ya no lograba sostener. Entré al departamento cuando estaba durmiendo, tomé una almohada y la apreté contra su cara durante un minuto. Con los ojos empapados, fui hasta casa y le conté toda la verdad a Cristina. Ella no me creyó.

Ruben: esta carta te la escribió tu hermano hace unos días. No sabía si mandártela; no quería preocuparte. Hace una semana lo tuve que internar en un neuropsiquiátrico. Como lo habrás notado en estas líneas, su salud mental se deterioró durante el último mes. ¡Esa maldita enfermedad volvió para destruirnos a todos!
Comunicate conmigo cuando puedas. Realmente, los necesito mucho. Ya no puedo más luchar sola.
CRISTINA



BARRETO

Situación límite

Encerrada en el baño, se sentó en el inodoro aguardando una respuesta. Se miró al espejo. Estaba pálida, demacrada, ausente. El baño parecía más pequeño que de costumbre.

Esperó unos segundos el resultado del evatest. Temblando. Más nerviosa que cuando rendía sus exámenes orales. ¡Por favor, que no de positivo! Era en vano. Estaba embarazada.
Observó de nuevo el resultado. No podía ser cierto. No podía tener tanta mala suerte.
No había caso. Lo hecho, hecho estaba.

Ahora lloraba. Desconsoladamente. Las lágrimas caían de sus ojos como lluvia.
Todo su mundo parecía venirse abajo en un instante. Todos sus sueños, sus planes, tirados a la basura. ¿Qué haría ahora? ¿A quién contárselo? Sus padres la mirarían con desprecio. Como si fuera una puta. ¡Dios mío! ¿Qué hice?

Decidió no pensar más. Hacer como si no hubiese pasado nada. Salió del baño, directo para su cuarto. Se puso un jean, dos remeras, un pulóver. Faltaban las zapatillas. ¿Dónde las había dejado? Ah, en el living. Las había dejado el día anterior, después de llegar de la facultad.
Tomó una de las lapiceras amontonadas al lado del teléfono de la cocina. Sobre un papelito, escribió: Ma, no me esperes para comer. Fui a estudiar de Flor.
Cerró la puerta del garage con llave. Una vez en la calle, se dejó llevar. Necesitaba un poco de aire puro. Si es que se le puede llamar aire puro a esto, murmuró en voz baja, luego de fumarse el caño de escape de un colectivo de línea.

Caminaba sin rumbo, con el cuerpo liviano y la mente en blanco. Por lo menos, eso intentaba. Vaciar su cabeza, no pensar en nada, solo caminar.
Se detuvo en un puesto de diarios. Luego de hojear algunas revistas, compró una de tapa dorada. Sacó cinco pesos de su cartera y se los dio al diarero. Siguió camino.

Al cruzar la calle, sintió una vibración en uno de los bolsillos del pulóver. Miró su celular: tenía dos llamadas perdidas. No tenía ganas de responder. No estaba para nadie. Ni siquiera para su novio.

Sin darse cuenta, hacía unos segundos que estaba parada en el medio de la calle. Los automovilistas la esquivaban, le tocaban bocina, le gritaban. Pero ella no reaccionaba. Era como si no estuviera ahí. Como si su cuerpo y su mente se hubiesen separado. Su cuerpo estaba ahí, pero su mente volaba por otro lugar. De repente, volvió en si. Un taxista le hacía gestos con la mano para que se corriera. Un chico de su edad le ayudaba a cruzar la calle y le decía:

- ¿Estas bien? ¿Te pasó algo? ¿Querés que te compre una botella de agua?

Ella respondía que estaba bien, que solo se había mareado un poco. Y luego de agradecerle al chico su gesto, seguía caminando, con la cara fría y las manos entumecidas.

Se detuvo en una confitería. Necesitaba comer algo. Desde la noche anterior no probaba bocado. El estómago parecía habérsele cerrado. Quizás comiendo algo se me aclaren un poco las ideas, se dijo para si misma.

Se sentó en una de las mesas cercanas a la ventana. Luego de pedir un café con medialunas, sus ojos quedaron detenidos en la gente que pasaba por la vereda. Un niño le pedía a su madre que le comprara un juego de computadora. La zamarreaba del tapado, casi llorando, con la cara colorada y el pelo alborotado. Pero la madre no cedía. Seguía caminando, al mismo tiempo que hablaba desde su teléfono celular. Un viejito pasaba arrastrando un bastón. Aunque le costaba infinitamente cada paso, su esfuerzo era admirable. Y conseguía su objetivo. Con un poco de voluntad todo se puede lograr, pensó.

Ahora su atención se concentraba en una mujer embarazada. Un muchacho que iba de la mano junto a ella, le acariciaba y besaba la panza. Una sensación de ternura le subió por todo el cuerpo. Ya no sentía angustia. Tampoco temor. La posibilidad de tener un hijo debía ser recibida como una bendición. No importaba lo que pensaran sus padres ni su novio. Lo tendría sola, si fuera necesario.

El café con las dos medialunas ya estaba en la mesa. Se quitó el pulóver y devoró su desayuno en tiempo récord. ¿Cuándo le daría la noticia a sus padres? ¿Y a su novio? ¿A quién decírselo primero? Dudaba; luego se sonaba los dedos y se estiraba contra el respaldo de la silla. Lo más justo era que él lo supiese primero. En definitiva, siendo el padre del futuro bebé, tenía la prioridad. ¿Y si se enojara con ella? ¿Si no quisiera hacerse cargo del nene? No modificaba en absolutamente nada su decisión.
Aparte, ¿de qué la podía culpar? La responsabilidad era de ambos. En esos casos, siempre era así. Cincuenta y cincuenta. ¿Por qué el hombre debería ser menos responsable que la mujer?
En todo caso, la mujer es la más perjudicada. Porque el bebé crece en la panza de la mujer, no en la del hombre. Solo ella es la que sufre con los mareos, las nauseas, los cambios de ánimo. Y ni que hablar del dolor del parto. Mmm… El parto. Espero no sufrir mucho.

Una imagen iba ganando su pensamiento: ella, con la cara sudorosa y la piel arrugada, pujando con todas las fuerzas depositadas dentro suyo para dar a luz a su primer hijo. Un súbito escalofrío le heló los huesos. Todo va a salir bien. Hay que tener fe. Todo va salir bien, se repetía, notando que le temblaba el labio inferior de la boca. Otra vez el miedo volvía a jugarle una mala pasada. Intentó serenarse. Respiró profundo unas cuantas veces, pagó el desayuno, dejándole una propina al mozo, y salió de la confitería.

Buenos Aires lucía siempre igual a esa hora. Gente por todos lados, amontonada, llena de preocupaciones, apurada por llegar a equis lugar. Tan cerca y a la vez tan lejos de los demás. Cada uno en su mundo. Cargando con sus problemas, sus angustias, sus desdichas.

Necesitaba compartir su secreto con alguien antes de enfrentar a su novio. Paró un taxi con la mano y se subió en su parte trasera. Unos segundos atrás había pensado ir caminando hasta el departamento de su amiga, pero tardaría mucho. Y lo que tenía que contar ella era urgente.

Apoyó la cabeza en uno de los cabezales del auto. El taxista escuchaba un CD de folclore; ella recordaba.
Su novio y ella entrando en su casa; la cara de su madre desencajada; la de su padre indiferente. Ella sabía como eran las cosas, pero había decidido revertirlas. Conocía la opinión de su madre:

-Vos te mereces algo mejor, Vicky. No está a tu altura. ¿No te das cuenta?

También la de su padre:
- Dejala Elena, ya se va a aburrir. Son cosas de chicos. ¿Cuánto le puede durar ese pobrecito?
Y ahí estaba nuevamente la voz de su madre retumbando en sus oídos:
- Ni se te ocurra traerlo acá. No es bienvenido. Que lo sepa. Terminá esta relación cuanto antes que me estás dando un gran disgusto.

Su novio estaba ahí, transpirando. Y ella miraba con los ojos brillosos a su madre, buscando un poco de compasión. No, de compasión, no. De comprensión.
Pero Elena no modificaba su actitud y le decía a su hija, con la mirada rebasada de odio:

- Ni sueñes con que se quede a comer. ¿Le dejaste en claro lo que pienso de él?
- Pero mamá, ya hablamos de esto…
- Si, ya hablamos. Ya sabés lo que tenés que hacer. Me estás defraudando.
- Pero mamá, yo lo amo y…
- Dejá que hable con tu mamá Victoria, dijo su novio con la voz firme, seca.

Todos miraban atentamente al joven. Incluso el padre, que hasta ese momento parecía poco interesado por la conversación.
- Mire, señora, se lo digo con el mayor de los respetos. Yo la amo profundamente a su hija y no estoy dispuesto a perderla. No entiendo por qué me odia. Ni siquiera me conoce. Déme una oportunidad, al menos.

Elena no podía creer la insolencia del muchacho, su atrevimiento.
- No necesito conocerte. Porque conozco muy bien a la gente de tu clase. Se quieren salvar a toda costa. Y si lo pueden hacer engañando a una chica fina, bonita y de buenos modales, mejor aún.
- Disculpe señora, pero no le puedo permitir que diga eso. Que no venga de una familia de plata, no significa nada. No todos tienen esa suerte. Mis padres se han roto el alma para darme lo mejor. Y me han educado como a una persona honrada. Eso es lo que cuenta.
- ¿Cómo te atrevés a contradecirme en mi propia casa? No tenés nivel para mi hija. Metetelo en esa cabecita grasosa. Por favor, retirate de mi vista. Y no vuelvas a pisar esta casa.
- Pero mamá…
- Ni una palabra más. Con vos voy a hablar más tarde.
- Vos, papá, ¿no decís nada?; ¿te vas a quedar callado como siempre?
- Ya lo dijo todo tu madre, hija. ¿Para qué agregar algo?

El taxista estacionó frente al departamento de su amiga. Cruzó la calle, tocó el portero, planta baja, segundo.
Esperó unos segundos impaciente. Con la garganta contraída. Se movía de un lado a otro, formando un círculo con sus pasos ¡Al fin! Allí estaba Flor, con camisón, pantuflas y un rodete en el pelo. Al observar su cara, su amiga descubrió que algo andaba mal. Se conocían desde muy chicas; con solo mirarse sabían lo que estaba sucediendo.

-Que carita, nena. ¿Qué te pasa?
Victoria no alcanzó a contener sus lágrimas. Abrazaba a su amiga y lloraba.
Entraron al departamento. No había nadie; estaban solas. Podían hablar con tranquilidad. Pero las palabras no salían de su boca. Le costaba respirar. El corazón le palpitaba a gran velocidad.

- Por favor, Vicky. Decime que pasa. Me estás asustando.
- Estoy… estoy embarazada.
- ¿Embarazada?
- Si, no se que hacer. Sos la primera en saberlo.
- Pará, si vos siempre te cuidás, ¿cómo puede ser?
- La semana pasada no me cuidé. No sé donde tenía la cabeza. Ahora ya está.
- ¿Cuándo te hiciste el evatest?
- A la mañana temprano.
- Hagamos una cosa. Voy rápido hasta la farmacia de la esquina, compro otro y lo hacemos de nuevo.
- No hay caso. Estoy embarazada.

Su amiga se cambió en cuestión de segundos y salió por la puerta. Ella se quedó recostada en el sillón del living. Había varios diplomas allí. El título de abogado del padre de Flor (una copia debe ser; el original lo debe tener en el estudio); el de dermatóloga de la madre; un poco más arriba, aparecía el nombre de su hermano, acompañado de la palabra arquitecto.
Prendió la televisión. Cambiaba los canales sin prestar demasiada atención. Como si estuviera en otro lado.
Al oír las llaves de la puerta, se levantó de un salto. Su corazón se volvía a acelerar al notar que su amiga traía el evatest en su mano derecha.

Tomadas de la mano, entraron las dos juntas al baño. Mientras Victoria se sentaba en el inodoro, Flor apoyaba su cuerpo en la punta de la bañadera. Esperaron unos minutos.

- ¿Y? ¿Qué salió?
La cara de Victoria parecía despejar la duda que podía quedar.
- De nuevo una rayita. Estoy embarazada.
- ¿Cómo de nuevo una rayita? ¿A la mañana te salió una rayita también?
- Si, ¿por?

Una repentina carcajada brotó de las cuerdas vocales de Flor. Victoria pensó que su amiga se había vuelto loca, pero no. Eran risas de alegría. La rayita que aparecía en el evatest confirmaba que Victoria no estaba embarazada. El evatest había dado negativo. Las indicaciones así lo decían: una raya, negativo; dos rayas, positivo. Ahora Victoria reía también. ¡Cómo podía haberse confundido con una cosa así! Ya no importaba. Se abrazaba con su amiga y gritaba; y volvía a vivir. Aunque unos minutos después, sus sentimientos se tornaban contradictorios. Ya no era felicidad lo que sentía. Una parte de ella sentía alivio, pero la otra no; la otra pensaba en ese hijo que creía tener dentro de su panza unos minutos atrás; esa parte no estaba aliviada; estaba vacía; casi como si le faltara algo, o alguien.


BARRETO