lunes, 10 de agosto de 2009

Pasado, presente, futuro

Despertó como casi todos los días: acostado boca abajo, con el pecho aplastado contra el colchón y los brazos abrazando la cama. Dormía sin almohada; desde hacía unos años había adoptado esa costumbre un tanto extraña para algunos, natural para él.
El cuerpo descansa de manera más confortable, respondía cuando alguien se atrevía a cuestionar su hábito. Y no se hablaba más del tema. Era inútil discutir acerca de esas tonterías. En definitiva, cada cual podía dormir como quería. ¿O acaso existía un manual para dormir correctamente?

Miró el despertador colocado encima de la mesita de luz: siete de la mañana. Demasiado temprano para trabajar; demasiado tarde para quedarse remoloneando en la cama.
Se puso las pantuflas, abrió la puerta de la habitación (siempre cerrada con llaves durante la noche) y repasó velozmente con sus ojos el pasillo que comunicaba el dormitorio con el baño.
Lucía diferente; no había alfombra en el suelo, solo cemento; los retratos colgados hasta el día anterior ya no estaban, y ahora los reemplazaban ciertos dibujos exóticos pintados en la pared.
Creyó estar un tanto dormido; esa era la razón por la cual las cosas aparentaban ser diferentes. Aunque cuando entró al baño, su cuerpo se detuvo, casi paralizado, al notar que el inodoro no estaba donde debía estar (al margen que ese no era su inodoro), el espejo tampoco estaba en su lugar, ni siquiera la ducha.

Algo andaba mal; parecía haber despertado en una casa que no era la suya. Mas, ¿por qué su habitación seguía siendo su habitación? Si él estuviese en una casa ajena, no cabía la posibilidad de haber despertado en su propio cuarto. Ese mismo que no mucho tiempo atrás funcionaba, además de dormitorio, como sala de lectura, cocina y hasta de lugar preferido para la atención de las visitas (solo en aquellas ocasiones en que el huésped fuera una mujer; y ahí si que no importaba la edad, el color de piel ni la religión).

Recorrió con pasos pesados y cuidadosos el resto de la casa. Cada rincón le resultaba ajeno. A pesar de no entender lo que sucedía, su lucidez se mantenía intacta. Vistiéndose con las primeras prendas que encontró a su alcance, y sin importarle que no fuera esa su ropa, salió a la calle, como si ella pudiera darle la respuesta que la casa le negaba.

Un sol amarillo furioso se posaba sobre su cara. Luego de permanecer unos segundos cubriéndose los ojos con una de sus manos, avanzó hacia la vereda. Echó una mirada a su alrededor. Su casa, o mejor dicho, la casa donde había despertado ese día, estaba circundada por altos edificios, lo que generaba un contraste más que evidente. Ese fue el primer momento en el que se preguntó si aquello podía ser real; él, viviendo en una casa que no era la suya; ¨su casa¨, rompiendo la armonía del paisaje.
Trataba de articular una explicación coherente, mientras se detenía en la gente que pasaba a su lado. Lo observaban de reojo, cuchicheaban en voz baja y seguían caminando. El no alcanzaba a escuchar lo que comentaba esa gente, pero tenía la sensación de que no era algo bueno, de que no era bienvenido en ese lugar.

Comenzó a desplazar sus piernas hacia una dirección desconocida. No sabía a donde se dirigía, solo que no podía quedarse quieto allí, esperando que por arte de magia le cayera una revelación del cielo. Acaso el solo hecho de caminar por ese mundo, lo acercaría más a la verdad.

Se movía entre la multitud; trataba de entender alguna conversación pero no había caso, no hablaban su idioma; nunca había oído esas palabras; tal vez, un dialecto, tal vez… Le dolía la cabeza, le sudaban las manos; buscaba una confitería, un vaso de agua que le calmara la sed. ¿Cómo comunicarse con los demás?

Se detuvo frente a un bar; no tanto por la necesidad de enjuagar su boca sino más bien por la muchacha sentada en una de las mesas. Ella clavaba sus ojos en él; él no podía retirar los suyos de su cara. Algo le decía interiormente que ella podía ayudarlo. La joven, levantándose de su silla, salió a su encuentro. El, aguardaba nervioso en la puerta mientras buscaba en su cabeza la manera de contarle a esa mujer lo que estaba pasando.

- Al fin te encontré; hace tiempo que te ando buscando, dijo la chica con voz aliviada.
- Disculpá, ¿nos conocemos?
- En realidad, yo te conozco a vos. Seguramente no entenderás mucho en este momento. Vamos para mi casa así te puedo contar todo detalladamente.

El dudó; ¿y si esa mujer solo buscaba engañarlo?; no importaba eso ahora; si quería llegar hasta el fondo de la cuestión, debía tomar cierto riesgos, como confiar en esa joven desconocida que no solo afirmaba conocerlo sino que lo invitaba desprendidamente a su casa.

Durante todo el camino no hablaron una sola palabra. Era tiempo de estudiarse en silencio; de relojear al otro con el rabillo del ojo, de ponerlo a prueba.
Recién en ese instante reparó en que la muchacha había pronunciado la palabra casa, no departamento. En todas esas cuadras no había visto ninguna casa, solo edificios. Sintió entonces que algo profundo lo unía a esa mujer. No sabía que podía ser, pero, sin dudas, el destino la había colocado allí, para allanar su vida.
Una casa con jardín pequeño se estacionaba frente a ellos. Entraron por un pasillo prolongado que unía la entrada con el garage. Aunque la intriga lo carcomía por dentro, decidió esperar a que tomara la palabra la joven.

- Ponete cómodo. Hacé de cuenta que estás en tu casa.
Se contuvo para no reírse. Ya no sabía cual era su casa. No era gracioso, pero tenía ganas de disfrutar un poco de la situación.
Según esa mujer, ellos no pertenecían a este tiempo; provenían del pasado; eran los únicos sobrevivientes de ese pasado; por esa razón ella lo había buscado insistentemente.

- Pará un segundo. ¿Vos me querés decir que viajamos al futuro?
- En verdad, somos los únicos que logramos sobrevivir al pasado.
- Es imposible. ¿Ayer tenía mi vida de siempre y hoy pertenezco al futuro?
- Ahí está tu confusión. Entre ayer y hoy hay una distancia gigantesca. Años y años de historia humana.

Necesitaba un poco de agua para apagar ese fuego que se había instalado en su garganta. Bebía casi sin respirar, con los ojos cerrados y la nuca inclinada hacia atrás. Ella seguía allí, sentada junto a él en aquel sillón, buscando las palabras adecuadas para relatar su historia.

- Explicame un poco más, dijo al recobrar el color en su cara.
- Mirá, no hay forma de que comprendas todo ahora. Solo el tiempo puede poner las cosas en su lugar. Lo último que te digo por hoy es que todos esos años que transcurrieron, para vos fueron solo horas. Mientras dormías, el mundo se transformaba misteriosamente. Yo te busco desde hace tiempo; no sabía en que momento podías despertar; tenía que estar preparada para la ocasión. Ahora tenés que descansar.
Ella, tal como lo hace una madre con su hijo, lo acompañó hasta su cuarto, lo acostó en su cama y lo tapó con unas frazadas. El, no tenía fuerzas para pensar en nada; dormir, solo dormir.

Despertó boca arriba, con la almohada sobre la cara y las manos en su abdomen. Para su sorpresa, estaba en su cama, en su habitación. Dio una vuelta a la casa. Todo estaba igual que siempre; cada cosa en su lugar. Sentía una sensación extraña, de todos modos; un vacío que se alojaba justo en su estómago. Faltaba la muchacha. Su piel, sus curvas, sus gestos. Revisó nuevamente la casa; no, no estaba allí. En su memoria, si. Tan viva como si la conociera de toda una vida. Salió a la calle, en busca de esa joven que la casa le ocultaba. La gente no lo miraba; pasaba desapercibido. No había edificios a su alrededor; solo chalets y alguna que otra casa de dos pisos.

Con pasos ligeros caminó hacia la confitería, esperando a que se repitiese la misma escena: ella, sentada ahí adentro, con esa cara angelical; él, sin poderle sacar los ojos de encima. Sin embargo, al llegar al bar todas sus esperanzas se derrumbaron. La joven no estaba, su mesa estaba vacía. Pensó en irse, pero algo lo movía a entrar y a sentarse en aquella mesa. Pedía un agua sin gas al mozo, a la vez que hacía un paneo general del local. Pero nada. Lo que él buscaba parecía tan solo una ilusión. Tomó de a sorbos espaciados el vaso con agua. De repente, cuando ya toda esperanza había sido arrojada a la basura, una mujer se sentó en la mesa de al lado. Era ella. Una felicidad inagotable le corría por su cuerpo. La miraba fijamente, persiguiendo el contacto de sus ojos con los suyos. Ahora ella lo miraba, él le sonreía, ella no devolvía la sonrisa, daba vuelta la cara, como si no lo registrara. El se desanimaba en un principio; luego se decía para sus adentros que tenía que pelear por la mujer de su vida. Se sentaba en su mesa, le contaba su versión de la historia, ella ahora si le sonreía, se mostraba atraída por él, y aceptaba tomar un café. Hablaban como si se conocieran de otra vida, de otro tiempo, de otro mundo.



BARRETO

2 comentarios:

MSR dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
MSR dijo...

Qué romántico!!

Hace poco tuvimos una charla del buen manejo de lo simbólico que tenía tal escritor (sí mal no recuerdo, hablábamos de Kafka) y puedo entrever que estamos en presencia de un cuento que alude a relaciones amorosas (aunque el final quede a gusto y piaccere del consumidor).
Interpreto que cuando conocemos a alguien que nos mueve el piso, tenemos la sensación de haberle conocido de otro tiempo, de otro lugar. Aunque, en definitiva, no deje de ser más que una mera impresión, porque como yo digo "el amor es inmaterial, atemporal e inapelable".

Me están gustando mucho tus cuentos. Valoro mucho la sugerencia de imágenes, con éste me re fui: me hice carne en el personaje. Me encantó que pueda dársele múltiples interpretaciones: no te imponés y eso tiene mucho más peso que cualquier dogma.

Un abrazo,

Marto.