martes, 18 de agosto de 2009

A Tánatos

No se hasta qué punto será conveniente guardar la espina dorsal. Hacer, de los jardines, un banquete antropófago es una imagen que resulta lo suficientemente atractiva. Esta costra de nervios y mucosidades se desplomaría dando un golpe seco sobre las rocas y… ¡Voilà! Damas y caballeros, la mesa estaría servida…
Sí dejo correr más venenos por toda mi planta, quedará el hígado como un aeródromo de hielo varado en el caribe ¡Pobre del duodeno y sus subordinados! Tendrían que buscarse otra ocupación, o bien, valerle a las hienas que deambulan en las sabanas africanas.
¿Y sí dejo caer mis ojos?... ¡Virtud! Arrancaría el esplín que dejan los amaneceres en cada tango que se vuelve como la séptima rompiente entumeciendo a todo el organismo; pero no les veré, podrán tomarme por sorpresa corra el viento a donde corra. No obstante les oleré… ¡Sí! ¡Les oleré! Desarrollaré ese sentido que Buenos Aires supo malograr. Podré distinguir entre la fruta fresca y las heces de elefante. Seré una nariz andariega… ¡Conoceré al mundo con el hocico!
¿Pero qué hay de mis manos, mis oídos y mi boca?... ¡Sencillo! ¡Cosa de antaño! Las mujeres se encargarán de amoratarles…
Haciendo un recuento: descreo de la ciencia y de los dioses ¿para qué obsequiarles este envase? No tiene caso, sería como beber agua podrida...

¡Se lo encomendaré a la naturaleza! ¡así es! ¡guardaré la espina dorsal! Azaroso se hallará mi destino: seré el idóneo de todas las fieras, de los gusanos y de todo simpático caníbal que se conforme con poco (un gordito le sentaría mejor).
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Empujó Sanrod.

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