miércoles, 23 de septiembre de 2009

Amor, rutina, amor

Entro a la oficina y la veo a ella, con ese rodete que le recoge el pelo y la hace más fresca aún. La saludo con un beso en la mejilla (huidizo y mezquino, demasiado correcto para mi gusto, pero bueno, algo es algo). Saludo con la cabeza al resto de mis compañeros y me siento en mi escritorio. Son las 10 de la mañana, estoy un poco atrasado con el trabajo que me pidió el jefe, tengo que entregárselo el lunes, cuatro días es bastante, ya estoy acostumbrado a hacer las cosas bajo presión, si, voy a llegar, tendré que trabajar en casa también, al menos dos o tres horas extras por día esta semana, si, llegaré, justo en el límite como siempre, pero llegaré. Hoy está elegante, con esa corbata que le combina con su camisa a rayas, con el color del traje, hasta con los zapatos. No sucede todas las veces lo mismo. En ciertas ocasiones luce cada saco ridículo; y si por lo menos se lo pusiera con una camisa que hiciese juego; pero no, parece empeñado en meter la pata con la ropa. Y yo, ahí, enfrente de su computadora, queriéndole dar un consejo (Mauro, trata de no usar esa corbata con ese saco o, ¿por qué no elegís colores más sobrios para venir a la oficina?), aunque callando luego de reflexionarlo un poco, quedándome en silencio por miedo a que se ofenda. Si no estuviese allí, a pocos metros míos, mi concentración no sufriría de tantos baches, de tantos espacios en blanco en los que solo ella está presente, sonriéndome como lo hace en esos días en que se la nota feliz, acomodándose el pelo casi obsesivamente cada cinco minutos, mordiendo el capuchón de la lapicera cuando está nerviosa o algo no le sale como ella pretende. Y pensar que no hablamos mucho: charlas monótonas e impersonales, si (que lindo día hoy, especial para tomar sol al lado de una piscina o, cómo llueve hoy, ideal para estar durmiendo tapado hasta el cuello con frazadas), mas nada profundo, en definitiva. El debe pensar que soy un poco antipática, arisca quizás, histérica dirían los hombres; ahora los hombres adoran utilizar esa palabra: las mujeres son todas histéricas, no hay nada que hacer, exclamarían burlonamente rodeados de cervezas y partidos de fútbol. El día que entiendan que no todas somos así; el día que logren comprender (en ese cerebro un tanto primitivo que Dios les dio) que debajo de esa coraza, debajo de ese cuerpo de mujer fatal, hay una criatura sensible, que sufre, que llora, que ama, que se desilusiona, que tiene miedo; ¿miedo a qué, preguntan?; la lista es larga: a fracasar, a no colmar las expectativas de la otra persona, a no sentirse indispensable, única, importante, querida, cuidada, contenida, protegida. Seguramente piensa que soy muy formal; debe estar acostumbrada a tipos bohemios, con calle, esos que se las saben todas con las minas; yo intento relajarme un poco, meter algún chiste en medio de las contadas conversaciones que tenemos, pero no me sale naturalmente. El otro día, por ejemplo, buscando hacerme el gracioso, quedando como un tonto, ni me miró siquiera. El miércoles dijo algo divertido, no recuerdo exactamente sus palabras aunque si que casi suelto una carcajada; me contuve para que no crea que estoy pendiente de sus comentarios; seguí trabajando en mi computadora como si no hubiese pasado nada, y él bajó la cabeza e hizo lo mismo. Recuerdo la primera vez que lo vi: yo ya trabajaba en la empresa desde hacía un año; él, recién contratado, llegaba con su mochila, su paraguas y su cara de buen tipo a cuestas; no se porque, pero desde el primer momento esa cara me brindó seguridad; sentí que podía confiar en él, que era honesto, transparente; nunca me animé a decírselo pero eso no cambia nada; o si, en verdad, cambiaría completamente la situación, pero bueno, soy orgullosa; no siempre fui así, con los años me fui convirtiendo en esto, en esta mujer que parece de hierro y que muere por dentro, sin que nadie lo sepa, en silencio.



La semana pasada sucedió algo inesperado. Yo salía de la oficina, llovía intensamente, como si fuera a acabarse el mundo; ella estaba allí, sin paraguas, esperando que algún taxi se dignara a llevarla, pero no, ninguno paraba. Dudé unos segundos, luego me acerqué a ella y le ofrecí alcanzarla hasta su casa. Estaba parada bajo la lluvia, mientras aguardaba por un taxi. No había llevado el abrigo adecuado ese día: apenas un pilotín que mojaba más de lo que reparaba del agua. De repente lo veo a Mauro que viene hacia mi y me pregunta si quiero que me lleve; yo contesto que no, que espero un taxi, pero después de insistirle de que no era ninguna molestia, terminó aceptando. Caminamos hasta el estacionamiento, ese que queda a una cuadra de la empresa, yo la cubría con el paraguas mientras él quedaba con la cara al descubierto, solo para que yo no fuera alcanzada por la tormenta. Subimos a su automóvil, él prendía la calefacción, activaba el limpiaparabrisas, encendía la radio. Sorpresivamente, no estaba nervioso; más bien asombrado de la seguridad con que había resuelto tal situación. Parecía estar saliendo todo de maravillas, encima en la radio sonaba esa canción que tanto me gustaba. Yo le decía que la letra de la canción era poesía pura, y él me respondía que si, que no faltaban ni sobraban palabras, que todo estaba puesto allí por alguna razón. Ella cantaba y a mí se me venía el mundo abajo; su voz era una poción para mis oídos, no quería interrumpirla, se animaba a cantar conmigo, desafinaba en los estribillos, pero esa no era la cuestión, lo fascinante era que los dos, él y yo, compartíamos algo más que el lugar de trabajo, de una vez por todas, bajo esa lluvia invernal que no infundía temor sino esperanza y risas; porque esos chaparrones, que en cualquier otro día habrían sido motivo de malhumores e insultos al aire, ahora se convertían en la excusa perfecta para unir dos almas solitarias. Me indicó que doblara en la cuadra de la plaza, lo hice lentamente, con cuidado, estaba inundado y el agua acumulada en la calle llegaba a tapar casi por completo las ruedas del automóvil. Al llegar a su casa, Victoria tardó unos segundos en bajar, yo entonces abrí mi puerta y con el paraguas en la mano corrí hasta la suya, haciendo lo posible para que no se mojara. Me acompañó hasta la puerta de entrada, bien caballero el hombre; demoraba unos segundos en regresar a su automóvil, era una señal, debía ser una señal; me invitó a pasar, a tomar un café, algo caliente para combatir el frío. Saqué las llaves de la cartera, abrí la puerta, frotamos los calzados en la alfombra de la entrada, y al tiempo que ella prendía la estufa del living, yo revisaba los libros de la biblioteca.



Hoy llegó antes que yo a la oficina; claro que no lo vi hasta el mediodía (el jefe lo había mandado a una reunión), cuando entró por la puerta sonriendo y haciendo chistes, para luego darme un beso en la boca delante de todos, si, por primera vez delante de todos. Y si, porque al verla con ese vestido ajustado, con ese pelo suelto que flameaba con estilo y con esa boca tan suya, me dieron ganas de besarla y me dije: ¿por qué, no?, ya es hora de que todos lo sepan, y al que no le gusta que mire para otro lado. Me sonrojé un poco, y es lógico, no me esperaba que actuara así, no hacía ni dos meses que estábamos saliendo, creí que íbamos a esperar un tiempo, no, ¿para qué esperar?, ella me quiere, yo a ella, es lo que cuenta, el resto es puro decorado, simple adorno; me sorprendió con su reacción, pensé que le daba un poco de vergüenza, que prefería manejarse con cuidado, sus mejillas se pusieron coloradas, no creí que se fuera a poner así, ella es de esas mujeres que se muestran seguras ante el resto; después de la oficina me dijo que le había encantado el beso, menos mal, en un momento creí que me había equivocado, quizás apresurado, porque no me dirigió la palabra durante el resto del día; le dije que fue el beso más lindo que me habían dado y más inesperado también, que me disculpara si no le había hablado después de eso, él tenía que entender, estaba un tanto aturdida por la situación; ya estaba todo en orden, y para demostrárselo lo abrazaba, lo besaba, lo invitaba a cenar a casa, si, me cocinaría algo casero, para hacerme saber que no se había enojado, al contrario, estaba feliz, se lo repetía por si no me había escuchado, ¡estoy feliz!



Esta noche no tengo ganas de cocinar, estoy cansada, voy a pedir comida; que no se piense que voy a cocinar todos los días, al principio si, pero ya llevamos prácticamente dos años de convivencia, ya está, ya hice buena letra, ahora me quiero relajar un poco. Le digo no hay problema amor, llamá al delivery, el número lo dejé encima de la heladera, si, ahí. Me responde de una forma que no me hace gracia, no por lo que dice, más bien por su cara, por ese gesto que pone cuando me lo dice, como indicándome de que por esta vez si, porque es una excepción, que no me malacostumbre. Sigo mirando la televisión, como si no hubiese advertido la cara que puso cuando le dije donde estaba el número de la casa de comidas; pierde la paciencia con facilidad últimamente. No quiero discutir, por eso elijo callarme y buscar el teléfono para hacer el pedido, aunque ciertas actitudes suyas me enervan la sangre y quiero revolearle algo por la cabeza para que reaccione nomás. El otro día también me puso esa cara de pocos amigos, igual que recién; no recuerdo que le había dicho, pero no creo que haya sido tan tremendo para que se le soltara de ese modo la cadena, cerrando la puerta del cuarto con ese portazo. Deja todo tirado, no levanta la tapa del baño (se lo dije mil veces ya y lo sigue haciendo); no soy su sirvienta, lo tiene que entender; tampoco su madre, no puedo tratarlo como si fuese un nene porque no lo es. Ya no tiene una mirada tan positiva de todo, al punto de contagiarme esa mala energía, porque la mala vibra es así, funciona por medio de un efecto contagio del que es difícil mantenerse inmune. Ayer le pedí que nos sentáramos a hablar, que así no se podía seguir. Yo la miré y le dije que si, que nos debíamos una charla, no en ese momento, estaba cansado, el fin de semana, si, el fin de semana sería mejor.



A la tarde visitamos a mamá; Mauro me acompañó sin chistar esta vez; y claro, de qué sirve decirle que no tengo ganas de ir a la casa de su madre, que prefiero quedarme en casa viendo una película, si en definitiva voy a terminar yendo, y toda la discusión previa, ¿para qué?, es mejor ahorrar energías para los buenos momentos. Yo me doy cuenta de que tal vez no se muere por llevarme de mamá, pero valoro que lo haga, porque significa que resigna cosas por mí, que cede, y una pareja que dura es una pareja que cede. Y si, hay que ceder; en esta ocasión lo hago yo por ella, en la próxima lo hará ella por mi, es un ida y vuelta. Porque una pareja es esto: algunos momentos muy buenos, otros muy malos y el resto (la mayoría de los días) normales. El me lo dice siempre: lo más difícil en la vida es encontrar el equilibrio, y tiene razón, la felicidad absoluta no existe, así que conformémonos con aquellos instantes en que creemos que somos felices y que durarán por siempre. Últimamente no se le da por poner esas caras que tanto me irritan; bah, en realidad, a veces las pone, pero no tanto, o capaz que ya me acostumbré, que se yo. El otro día me regaló un ramo de flores, y eso que faltaban tres meses para nuestro aniversario. Llegó a casa con el ramo en la mano y yo no salía de mi asombro. En una época le regalaba flores todas las semanas. Lo hacía porque lo sentía, no por el simple hecho de buscar agradar. Las compraba generalmente en el mismo lugar, a unas cuadras del departamento de mi hermano. Justamente el sábado lo fui a visitar a Gonzalo, y al pasar por el puesto, casi de casualidad, me dije que sería una buena idea, que hacía tiempo que no la sorprendía con algo de ese tipo. ¿Cuánto hacía que no me regalaba unas rosas?, me preguntaba mientras las colocaba en una jarra con agua. ¿Cuánto tiempo? Desde el aniversario pasado, me parece. Y bueno, ya no estoy en esos detalles, uno se va achanchando a medida que avanza la relación, se relaja demasiado quizás. Eso no tiene importancia ahora; se acordó de mí, tuvo un gesto romántico, listo, a disfrutar de las pequeñas cosas. No podía disimular su alegría; y pensar que con tan poco puedo hacerla feliz a mi mujer, debería intentarlo más seguido, claro que me tengo que acordar para eso, se verá. A pesar de nuestras discusiones, nuestros olvidos, nuestros defectos, nos seguimos queriendo. Capaz que no de la misma forma que al principio, es un amor más estable, sin tantos altibajos, sin tanta adrenalina, pero es amor al fin, que se construye día a día cual si fuera una casa, ladrillo por ladrillo.



BARRETO

No hay comentarios.: