sábado, 21 de noviembre de 2009

Buscando la salida

Recuerdo que aparecí casi de la nada en ese cuarto. Mi memoria confusa, invadida por imágenes borrosas, indefinidas, por sonidos indeterminados, ajenos. Mis sienes con martillazos de cada lado. Mis pensamientos escurridizos, inaccesibles, amurallados. La oscuridad del lugar sin infundir temor. Quizás incertidumbre, desconcierto, pero no temor. Mi cuerpo yaciendo de espaldas, con una especie de almohadón sosteniendo mi cabeza. Atinando a ponerme de pie pero no consiguiéndolo en el primer intento. Tampoco en el segundo ni el tercero. Una debilidad extrema parecía haberse apoderado de mis huesos. Llevando una de mis manos a mi frente, luego de evaluar la posibilidad de estar hirviendo de fiebre. Descartando esa conjetura al instante, ahora sí parándome con esfuerzo, concentrándome en mis piernas para no perder el equilibrio.

Caminé unos pasos, no podría decir con exactitud cuantos. Los martillazos eran cada vez más espaciados aunque no menos intensos. Algo sólido detuvo mi andar, cual si estuviera anticipándome que hasta allí llegaría mi avance. Las palmas de mis manos recorrieron aquella estructura rugosa, arribando mi razonamiento unos segundos después a la respuesta más lógica: se trataba de una pared, de una habitación rectangular, para ser más preciso. Había una puerta también. Claro que al tratar de abrirla advertí que no tenía picaporte. Sin embargo, no era aquello lo más extraño. Más bien, mi pasividad, mi desgano, la falta de reacción de mis músculos. Fue en ese momento que barajé como probable el hecho de estar bajo los efectos de alguna droga. La pregunta era en ese caso cuándo había ingerido dicha sustancia. Apelé a mi memoria, esperando encontrar en ella alguna explicación sensata. Mis recuerdos continuaban difusos, y aunque comenzaban a aclararse lentamente no cobraban la forma indispensable para hacerse inteligibles ante mí. Un sueño profundo iba filtrándose en mi cuerpo, de manera sigilosa, casi imperceptible. No podía darme el lujo de perecer ante aquel intruso, pues debía averiguar primero al menos algo de lo que estaba ocurriendo. Escuché unas voces del otro lado de la puerta, corrí para colocar mí oído sobre ella, aunque ya era tarde; otra vez el silencio más absoluto se adueñaba del lugar. A pesar de no saber donde estaba, tampoco cómo había llegado allí, ni siquiera por qué me encontraba encerrado entre esas paredes con olor a humedad, me sentía un tanto más aliviado al descubrir que mi presencia no era la única en ese sitio. Tal vez porque toda mi vida me ha perseguido la misma pesadilla: yo, prisionero en una pieza sin luz, sin más compañía que mis pensamientos y mi conciencia. Lo más absurdo era que no sintiese terror, al menos una pizca de él indicándome que estaba vivo. Mi boca seca, mi estómago crujiendo del hambre, y ese cansancio incontrolable que no me permitía pensar con claridad. Acomodaba los fragmentos de recuerdos que mi memoria no se había dispuesto a eliminar, con tanta dedicación como si estuviese armando un rompecabezas de infinitas piezas. Algunas de ellas encajaban, se unían entre si, entonces me veía saliendo de mi casa, dirigiéndome a aquel bar de mala muerte, ya casi llegando, faltaban solo unas cuadras. Me detenía a comprar unos cigarrillos, seguía camino, estaba a una cuadra del bar ahora, se abrió violentamente la puerta. Instintivamente retrocedí y me ubiqué en una de las esquinas de la habitación, aguardando con respiración leve, con los pulsos del corazón disparados. La puerta entreabierta daba entrada a unos pocos rayos de luz, suficientes para distinguir la cara de aquel sujeto. Y desde aquel momento en que pude reconocer su cara, los sucesos se fueron tornando más cristalinos, más cercanos a mi entendimiento. Porque podía recuperar pedazos de mi pasado reciente, pasado que lo tenía como partícipe a ese hombre, justo en la esquina del bar, disparando aquel revólver, alojando sus balas en la cabeza de aquella mujer. El sujeto me observaba fijamente, desprendiendo de su mirada un brillo de brutalidad intimidante para cualquiera. Yo me retorcía para sostener aquellos ojos, mas era en vano, ya que los míos se llenaban rápidamente de lágrimas, así que pestañeaba con resignación y bajaba la vista. Luego de unos segundos, la puerta volvía a cerrarse y todo retornaba a esa extraña normalidad interrumpida por aquel hombre. Las piezas del rompecabezas debían ser colocadas con cuidado, de modo tal que no se pasara por alto algún detalle que pudiera resultar crucial para mi supervivencia. Y el desafío de resolver aquel enigma despabilaba mi espíritu, no obstante un cansancio demoledor se mantenía alrededor mío como una sombra. La cara de aquel hombre estaba de nuevo conmigo, no ya en ese cuarto, pero si en mi mente. Revisaba su pelo, sus cejas, su desprolija barba. Yo quedaba paralizado ante aquella situación. Mis piernas no respondían. Quería correr hacia el bar, comenzaba a hacerlo aunque no alcanzaba mi cometido final, porque un auto se subía a la vereda impidiéndome el paso, y si bien intentaba escaparme en la dirección contraria, el sujeto de barba me interceptaba, empujándome dentro del vehículo. Me quedé dormido y, al despertar había perdido la noción del tiempo. En realidad, desde el primer instante en que encontré mi cuerpo dentro de esa cárcel rectangular, el tiempo se había diluido de manera misteriosa. No sabía en que día vivía, mucho menos si era de día o de noche. Tampoco si mi sueño había durado largas horas, quizás días o tan solo algunos minutos, quizás segundos. Definitivamente el hambre y la sed se habían convertido en un obstáculo imprescindible de sortear. Para mi sorpresa, a la altura de mis pies una botella de agua y un paquete de galletitas. Si bien tardé en reconocer aquellos víveres (la oscuridad del lugar seguía siendo absoluta), el azar decidió que tropezara con ellos al quererme levantar del piso. Comí y tragué con desesperación, casi sin masticar, restándole importancia al gusto de aquellas galletas. Después recogí el agua y bebí un sorbo interminable. Y al tiempo que realizaba estas acciones mi boca y mi estómago enteros parecían reanimarse, llenarse de vida.

Esta resurrección de mi cuerpo parecía haber oxigenado mi memoria, porque allí estaba otra vez el auto criminal, su puerta trasera, abriéndose desde dentro para que yo fuera metido a los golpes, cerrándose bruscamente para ser recibido por esos hombres con cara de pocos amigos. Un culatazo en la cabeza me daba la bienvenida, reduciendo mi lucidez a la nada misma.
La estadía en esa habitación debía ser utilizada para descubrir la manera de escapar de allí. Cierto era que si aquellos sujetos me habían encerrado en aquel lugar, tarde o temprano acabarían matándome. Porque, como había leído en las novelas policiales que devoraba de niño, ningún cabo podía quedar suelto. Y la prolongación de mi vida no era otra cosa más que un cabo suelto. Pero, ¿cuál era la razón por la que no me habían liquidado aún? ¿Acaso estarían deliberando quién sería el encargado de realizar el trámite en cuestión? No eran de mi incumbencia aquellas respuestas. Solo focalizándome en el plan de fuga lograría salir vivo de ese cuarto.

Una pequeña luz ingresaba por alguna hendija de la puerta, y aunque resultaba demasiado débil para iluminar el lugar, bastaba para que yo reconociera ciertos detalles vedados hasta el momento. Por ejemplo, la claraboya ubicada en un rincón del techo, tapada con unas cintas de modo que no se filtrara la luz; o esos ladrillos colocados unos encima de otros formando esas cuatro paredes dentro de las que me encontraba preso. Desde aquel preciso instante, la idea fue conformándose en mi cabeza; una vez decidido el plan, la puesta en práctica del mismo se daría automáticamente. Pensé entonces en trepar por una de las esquinas, apoyando la punta de mi calzado en los huecos escondidos entre ladrillo y ladrillo. Subiría lentamente hasta llegar al techo, deslizándome luego hacia la ubicación de la claraboya. Una vez frente a ella, quitaría aquellas cintas y con una de mis zapatillas rompería el vidrio mediante un golpe seco y certero. Correría por el tejado buscando la manera de bajar hasta la calle. La vereda me recibió a los tropezones, más con esa mueca de felicidad en los labios a causa de mi recuperada libertad. Mis piernas volaban de la adrenalina, se desesperaban por no chocarse, por no trastabillar tontamente. Un taxi pasaba por al lado mío y yo palpaba mis bolsillos ilusamente, ya que solo un poco de sentido común era suficiente para saber que aquellos sujetos se habían apoderado de mis pertenencias, incluyendo dentro de ellas mi flaca billetera. Conservaba unas monedas, sin embargo, en la parte trasera de mi pantalón, y esos metales circulares que en otra circunstancia hubiesen sido despreciados por su ínfimo valor mercantil, representaban aquel día, a aquella hora, mi pasaporte a la vida. Me detenía en la primera parada de colectivo que alcanzaba a distinguir mi vista y como si el destino me guiñara un ojo, hacía su aparición el 122, con ese humo maravilloso expulsado del caño de escape, con esa gente amigable amontonada dentro de él. Tomado del pasamano, decidí poner en blanco mi mente, anular todo intento de pensamiento que pudiese alterar mi paz interior. No sabía donde me encontraba, tampoco donde me dirigía; apenas importaba ahora ello.

La puerta abriéndose de repente hizo que volviera en si. Los rayos de luz acumulándose en mi cara, yo cubriéndome los ojos con las manos, los oficiales recorriendo con sus linternas la habitación. Preguntándome si me encontraba bien, yo respondiendo que si con la cabeza, advirtiéndoles que tuviesen cuidado, que aquellos bandidos podrían presentarse en cualquier momento. Los policías me hicieron un gesto que no logré entender del todo, quizás no quise, no se, más era como si me dijeran sin palabras que esos hombres de los que yo hablaba nunca habían existido. Me acompañaron hasta el auto de policía, mientras me explicaban que un vecino los había llamado luego de escuchar algunos gritos durante las últimas horas. Y era lógico que se preocupara; la casa había estado abandonada desde hacía unos años. Les di a los oficiales la dirección de mi casa, y al segundo me quedé dormido en la parte trasera del patrullero.





BARRETO

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