lunes, 5 de octubre de 2009

En el camino

Camino por las calles de Potosí, un poco abrumado por la altura (los 4100 mts de la ciudad no me han dejado dormir de corrido la última noche), mascando coca y con la mochila de mano sobre mis hombros. Mientras entro a una agencia de turismo (en realidad, no se si le puedo llamar agencia pero es el único nombre que me viene a la mente en este momento), mis amigos se encargan de sacarle algunas fotos a la plaza central, muy pintoresca por cierto, manteniendo en su arquitectura la herencia de nuestros ancestros. Los llamo a los chicos para decidir que excursión haremos al otro día (el resto de ese jueves lo dedicaremos a recorrer museos), me pongo a hablar con dos argentinas que habíamos conocido en Uyuni, examino mi billetera, haciendo cálculos respecto del tipo de cambio. Como era de esperarse, debido a nuestro proclamado compromiso social, optamos por realizar la excursión a las minas del Cerro Rico. Ya estoy recuperado del dolor de cabeza, no necesito más de esas hierbas en mi boca, guardo la bolsa de coca en un bolsillo, miro detenidamente el paisaje que nos rodea. Nos llama la atención los buses importados que transitan las calles, nos subimos a uno de ellos, solo para averiguar que se siente, y claro, alguien puede decirnos que se siente lo mismo que en cualquier transporte público, pero estamos de vacaciones, lejos de casa, aunque en nuestra Latinoamérica querida, debe ser por eso que tiene otro sabor; debe ser por eso que dejamos atrás la compañía del reloj cárcel, esa sombra que nos acecha el resto del año y nos lleva a ser solo uno más dentro de esa vorágine que solemos denominar vida; debe ser por eso que nuestros celulares han dejado de ser una mercancía preciada, y como si quisiéramos darle una cachetada a la sociedad de consumo, habitan en algún lugar de nuestros bolsos, juramentándonos olvidarlos para siempre, al menos hasta que termine esta travesía. Mis viejos saben que los llamaré cada dos o tres días para ponerlos al tanto de las últimas novedades, de los próximos destinos, así que no hay nada de que preocuparse. Porque si uno elige hacer un viaje así, debe tener en cuenta que algunas comodidades burguesas deben ser resignadas, a tal punto de compartir un baño con 30 personas o dormir en el mismo cuarto que un tipo que desde varios días atrás realiza malabares para no ser alcanzado por el agua de la ducha. Es en esos momentos donde uno se pregunta (lo comentaba esta mañana con los chicos): de todas las necesidades que tiene el hombre del siglo XXI, ¿cuántas son verdaderamente suyas y cuántas impuestas desde fuera?

Es viernes ya. Nos espera la visita a las minas. Subimos a una combi con otros argentinos (nos cruzamos con compatriotas por todas partes, de nuestra edad fundamentalmente, entre 20 y 30 años, y nos parece que estamos en casa, no logro describir del todo este sentimiento mas es como si cuando uno está lejos le brotara un cierto patriotismo que lo empuja a una valorización de su país, a un amor por sus raíces, descubriendo un sentido de pertenencia antes escondido).
Escribo en los ratos que puedo. Por un lado, el tiempo dedicado a la escritura me priva de ciertos detalles o acontecimientos que merecen ser vividos, al menos observados. Por el otro, me permite registrar lo que pienso en ese instante, las sensaciones que emanan de mi cuerpo, esas cosas que solo pueden ser volcadas a la hoja en el tiempo presente, ya que en el futuro aparecerán en nuestra memoria fragmentadas, recortadas, indescifrables.

Detengo mi mano derecha, la cual empuñaba un segundo atrás la lapicera y pongo atención a las palabras del guía: habla acerca de la historia de Potosí, de su importancia en los siglos XV y XVI como centro económico y cultural del mundo. Es inevitable que me quede reflexionando, con la voz del guía escuchada desde lejos. Es razonable también que me acuerde de Galeano y sus venas abiertas, de su definición de Potosí, de esta Potosí, no de la vieja, no de esa que supo ser. Ciudad pobre de la pobre Bolivia, escribía Don Eduardo. Y esas letras que al estar adormecidas en un libro parecen perder algo de valor, de pronto se llenan de sentido, despiertan, tienen luz propia.

Llegamos al lugar donde debemos ponernos la vestimenta que usa diariamente el minero. Pantalón, botas, casco con linterna. Creo que no me olvido de nada. La combi no puede subir más; el terreno es muy empinado y la carga del vehículo considerable. Recorremos los últimos metros a pie, esforzándonos por mantener el equilibrio, ayudándonos con el peso del que tenemos al lado. La mina esta ahí, enfrente nuestro; es una cueva, más bien, lo cual infunde una pizca de temor a los futuros visitantes. Alguien huye a último momento, no animándose al reto. El resto seguimos camino (yo no tengo miedo, me da gracia estar pensando en este momento en la cara que pondrían mis viejos, un tanto claustrofóbicos, una vez dentro de esa oscuridad subterránea).

Todo parece andar de maravillas. Tengo que avanzar agachado, mi altura no encaja con el lugar, pero me adapto rápido, camino casi en cuatro patas, el olor a arsénico ingresa por la nariz, es allí el primer momento en que tomo relativa conciencia de los pobres mineros que aún trabajan allí, bajo esas condiciones; me distraigo con un amigo que luce pálido, le falta un poco el aire, y si, es espeso, hay que concentrar la cabeza en otro lado, porque si no te pones blanco como un papel. La psicología es fundamental, incluso en estas situaciones, hay que relajarse, respirar profundo. Mi amigo se recupera de a poco. Todo perfecto entonces. Pero no. Porque veo al minero trabajando y ya nada es lo mismo; mis ojos observan como algunos turistas le ofrendan cigarrillos y anís, la manera en que otros le sacan fotografías, y ya nada es lo mismo; la escena me impacta, me sacude. Llega a mi cerebro la imagen de un circo, de un espectáculo atroz, ya que esta vez no son animales los que animan la función, son los mismos seres humanos, humillados casi imperceptiblemente por otros seres semejantes. Ya nada es igual. Mis amigos me miran, y a pesar de que no dicen nada, me doy cuenta de que advierten lo mismo, menos mal, no estoy tan solo, me digo para mis adentros que no pertenezco a esta locura, me lo repito para convencerme, no lo logro, soy parte de este juego y no puedo escapar, soy parte del show y no hago nada por salirme, por pegar un portazo, no soy mejor que el resto, tan solo uno más, solo uno más.
Ahora estamos en el final del recorrido por las minas. El guía, un ex minero de nombre Roberto, nos habla acerca de la figura del Tío, una especie de diablo (para nosotros simplemente un muñeco) creado por los españoles en la época de la conquista para retener a los mineros dentro de las minas. Me quedo pensando entonces en la religión, en cómo ha sido utilizada a lo largo de la historia para oprimir al hombre, para dominarlo. Antes de salir de la cueva alguien pregunta (creo que es uno de mis amigos, no veo bien porque estoy un tanto relegado) cuál es la edad promedio de vida de un minero. Treinta y cinco años, contesta con naturalidad Roberto, casi como cierre de excursión. Se baja el telón y cada uno sigue con su normalidad cotidiana.

Ya son las nueve de la noche pero esa experiencia en la mina es difícil de olvidar. Me baño al tiempo que algo dentro mío me dice que ese espíritu crítico que parece estar cobrando forma, ese asomo de responsabilidad social, se diluirá en pocos horas. Me resisto a los dictados de mi conciencia, evaluando la posibilidad de que al término de ese viaje pueda surgir un hombre nuevo, que reemplace al viejo, convirtiéndose en algo menos superficial, privilegiando el contenido por sobre el envase, ya no quejándose de la realidad (en actitud pasiva, desesperanzada) sino poniendo lo que hay que poner para transformarla, para mejorarla.

Nos dirigimos hacia nuestro próximo destino: Vallegrande. Aunque nos dijeron que la excursión es bastante comercial (no dudamos de que así lo sea) tenemos como premisa pisar el mismo suelo que hace cuarenta años atrás pisó Ramón. Si bien es cierto que desde que pusimos el primer pie en este querido país nos preguntamos cómo pudo ser posible que alguien más o menos sensato creyera en la posibilidad de una revolución socialista aquí mismo, de nada sirven estos análisis si no tenemos en cuenta el contexto histórico (frase que le he escuchado a mi viejo en reiteradas ocasiones, muchas de las cuales la utiliza para ganar la discusión). La mayoría duerme dentro del colectivo; yo aprovecho para volcar algún contenido sobre el papel. En toda nuestra estadía en el país, hemos tratado de congeniar con el indígena, mas resulta una tarea al menos de prolongada duración en el tiempo. Surgen distintas hipótesis dentro del grupo de amigos, tratando de encontrar una explicación a esa falta de interacción, a esa impenetrabilidad. ¿No somos todos latinoamericanos acaso? Una respuesta probable está relacionada con el color de nuestra piel. Que se entienda bien. A nosotros (pongo solo las manos en el fuego por mí y por mis amigos) nos importan un bledo las diferencias raciales. Mas ellos, parecen ver en nuestras personas (de tez blanca, europeizadas) el color de la opresión. Y está más que justificada su desconfianza. Luego de siglos de explotación, decir blanco es decir opresor. Es tan solo una hipótesis, deslizada con un mate y unas galletitas dulces de por medio, mas si esto fuera así se derrumbaría quizás eso que ha dado por llamarse a lo largo de las décadas como unión latinoamericana (proclamada por todo tipo de políticos, llevada a cabo con convicción por muy pocos), convirtiéndose solo en una bella ficción. Un amigo lo plantea en estos términos: ¿cómo es posible que haya unión entre tipos que desconfían entre si? Hay que construir ese eslabón, responde un cordobés que para en el mismo hotel que nosotros, con los ojos brillosos, con esa chispa en la mirada que nos hace creer que eso es verdaderamente alcanzable. Y si. ¿Por qué no? Me pregunto eso al escribir estas líneas. Luego recuerdo una frase y la adapto un poco: El futuro encontrará a los latinoamericanos unidos o dominados. No queda otra alternativa.

Llegando a Vallegrande, pienso en Ramón. En su vida, en su lucha. No en el mito, sino en el hombre de carne y hueso, ese que murió como vivió, ese que predicó con el ejemplo. También pienso en Luis, aunque estoy seguro que la historia no le guardará el mismo lugar. Y es lógico que así sea, porque se quedó con el traje de político, poniéndose el de revolucionario solo para llegar a la meta. Ramón el idealista, Ramón el odiado por miles, Ramón el amado por otros tantos, Ramón el que nunca pasa desapercibido, Ramón el que despierta sentimientos contradictorios, Ramón el que le incomodaba la vestimenta de político (simplemente porque no lo era), Ramón el argentino. El chofer del micro grita que ya llegamos, yo sigo escribiendo, ganado por la emoción de dejar sentado en algún lado mis pensamientos. Ya bien lo decía Don Roberto: cuando se tiene algo que decir se escribe en cualquier parte. Luego pienso en el primer presidente indígena de la historia de este país; en su revolución, en esa utopía convertida en realidad. Coloco el anotador en la mochila y empiezo a recorrer Vallegrande.

El viaje está llegando a su fin. En la terminal de San salvador de Jujuy, aguardamos por el micro que nos llevará de regreso a Buenos Aires. Considerando que hemos pasado los últimos dos días viajando (micro, tren, ahora de nuevo micro), la ropa se nos pega al cuerpo, necesitando una ducha urgente (hay ciertos lujos burgueses que están tan arraigados en uno que resulta trabajoso despojarse de ellos). En todo el trayecto de vuelta mi cabeza retoma la idea del nacimiento de un hombre nuevo. Es cómico porque en un momento me duermo y de repente estoy soñando. Alrededor de una mesa redonda están sentados el hombre nuevo y el hombre viejo. Se miran como estudiándose, atentos a los movimientos del otro. El hombre viejo parece más seguro de sí mismo, cual si se sintiera protegido por una superestructura. Aunque el nuevo no se queda atrás, propone pelea, llevando en su pecho la llama de la esperanza, de la rebelión, de la transgresión. Su figura es un tanto borrosa, no se ha conformado del todo. Es allí mismo, sentado en esa silla de madera, que advierte que la convivencia entre ambos nunca será pacífica, que para poder soñar con un futuro propio, deberá vencer a su contrincante; solo así podrá empezar a cambiar la historia (al menos la suya).




BARRETO

1 comentario:

MSR dijo...

Dos hombres en uno? Tengo un amigo griego que diría que duplicaste el problema jajaja

Veo que volvés a Bolivia y que en la posterior entrada hablás de "viaje"... No se si estás hablando del faso o que te querés ir a la mierda jajaja

Ahora en serio, que bien logrado está el texto, no conozco Bolivia, pero me sentí un pasajero más... excelente ilustración!!