jueves, 23 de julio de 2009

Los otros; yo.

Estaba en el departamento. Parado frente a la heladera, buscaba algo para comer. Tengo que ir al supermercado. No tengo casi nada. Pero hace frío. Me tengo que vestir. No da para salir. ¿Qué puedo hacerme?

Preparaba un guiso. Mezclaba lo poco que había en la heladera. Un poco de carne, queso fresco, arroz, aceitunas. ¡Que mezcla! Y pensar que antes tenía paladar delicado. Su aguda observación dibujó una sonrisa en su rostro.

Miró detenidamente el departamento. Libros tirados por el suelo. Papeles de diario por todos lados. Hasta había un pantalón colgando de la manija de la puerta de entrada. ¿Cuándo me volví tan desordenado?
Volvió la mirada al guiso. Estaba casi listo. Un poco de sal. Otro poco de mayonesa. Ya está. A comer.

El living y la cocina parecían una sola cosa. Y, en realidad, lo eran. A veces, comía en la cocina. Otras, en el living.
Esta vez, se dejó llevar por el sentido común. Comió en el living.
Aunque no era un experto cocinando, se las rebuscaba. No le quedaba otra opción. Era el único que vivía allí. ¿Quién iba a cocinar, si no?

Terminó de comer el guiso. Con el estómago hinchado, se despatarró en la silla y tomó el paquete de cigarrillos. Fumando relajadamente, cerró los ojos. El cansancio lo iba venciendo de a poco.
Tenía que ordenar departamento. Más tarde. Si, más tarde. Ahora, necesitaba un poco de paz. Solo los domingos podía estar así. Tirado. Sin hacer absolutamente nada. Solo descansar.

Pensaba en su niñez. En aquellos domingos en familia. ¿Cuántos eran para comer? Más de treinta, seguro. Se juntaban en la casa de sus abuelos maternos. Al tano le gustaba eso. Ver a toda su familia reunida. Disfrutaba de ese acontecimiento. Cada loco con su tema. Ahora todo cambió. La familia no significa lo mismo.

Un ruido que llegaba del departamento de al lado, lo sobresaltó. Abrió los ojos. Como estaba recostado en la silla, su cabeza miraba hacia el techo.
Ahora sus ojos se fijaron en el cielo raso. Se quedaron unos minutos contemplando una mancha gris con forma romboidal que decoraba el centro del techo. Cerró los ojos. El sueño lo iba ganando nuevamente.
Pensó en recostarse en la cama, pero el solo hecho de saber que tenía que levantarse de la silla, le hizo descartar esa posibilidad. Estaba cómodo allí. Su cuerpo se aflojaba de a poco. Su cara se relajaba. Su abdomen se descomprimía. Sus piernas se estiraban.

Caminaba por la calle. Era de noche. Un viento helado le congelaba la cara. Llegaba tarde al cumpleaños de su hija. Miró el reloj. Media hora de atraso. Ahora caminaba más rápido. Sus pies apenas rozaban el cemento. Dobló en una calle oscura. Era una cortada. Necesitaba cortar camino. No había un alma en la calle. Las hojas de los árboles flotaban en el aire. Un ovejero alemán se asomó intempestivamente en la reja de un chalet y le hizo dar un brinco hacia el costado. Siguió por la vereda. Al mirar hacia arriba, advirtió la compañía de la luna, redonda y brillante como nunca. Caminaba más rápido. Casi corría.

Escuchó un grito. Dos gritos. Tres gritos. Su corazón se aceleró. De repente, lo inesperado. Dando vuelta la esquina, un hombre arrodillado. Pedía que no lo mataran. Suplicaba. Dos hombres lo pateaban. Lo insultaban. No podía creer lo que veía. Pensó en irse corriendo, pero no lo hizo. Sus pies estaban estancados en el suelo. Los músculos del cuerpo, adormecidos.
El hombre que unos segundos atrás rogaba que no lo matasen, ahora lloraba. Desconsoladamente. Uno de los tipos que lo pateaban, alto, de tez blanca y de cara recia, sacó un revólver y disparó tres tiros.

El, que venía siguiendo la escena escondido detrás de un árbol, oyó un ruido mojado, delatador. Ese ruido provenía de su boca. Había estornudado. Si, justo en ese momento.
El tipo que había asesinado al otro hombre, miró hacia donde estaba él. ¿Quién anda ahí? La voz retumbó de manera implacable en sus oídos. ¿Qué hago? ¿Salgo corriendo? ¿O espero?

Empezó a correr con todas sus fuerzas. Corrió una cuadra, dos, tres. Sin parar. Sin dar vuelta la cabeza hacia atrás. En todo el trayecto imaginó un balazo entrándole por la nuca y saliéndole por la boca. En la cuarta cuadra miró hacia atrás. No había nadie. Sin darse cuenta, tropezó con un escalón. El pavimento golpeó su cabeza. Se desvaneció.

Un estampido seco lo despertó. Otra vez, el ruido llegaba del departamento de al lado. Estaba recostado en la silla, con las manos en sus rodillas y las piernas sobre la mesa del living. Se frotó los ojos con la yema de los dedos. ¿Cómo terminaría el sueño? Lo habían despertado en la mejor parte. Ahora tengo que inventar el final, pensó.
Escuchó otro golpe. Llegaba del mismo lugar que los anteriores. Ni un poquito de paz se puede tener.

Entró al dormitorio. Desde allí podía escuchar mejor las voces del departamento de al lado.
Hablaba ella; le recriminaba algo a su marido; ah!, que siempre estaba trabajando, que no tenía tiempo para ella. Todas con la misma historia. Que se le va a hacer. Siempre se quejan; nunca están conformes; no hay pito que les venga bien, por no decir una mala palabra; si, poronga; poronga no es una mala palabra.

El marido le respondía: -Si yo no trabajo, ¿con que plata te vas a comprar todos los vestidos que tenés en el ropero? Cuando usás la tarjeta no te importa que trabaje mucho.
La mujer no se achicaba: -Lo único que te importa es la guita. Sos un miserable. ¿Sabes donde podes metértela?

- Ehh, que boquita corazón! Tené cuidado con lo que decís. A ver si un día de estos tenés que salir a trabajar.
El, con la oreja pegada en la pared, disfrutaba del espectáculo. Le recordaba a cuando estaba casado. Las mismas discusiones. Los mismos planteos. Pero, bueno. No era él quien estaba del otro lado de la pared. Así que podía entretenerse un rato.

Fue hacia la cocina. Se hizo un café. Puro. Como le gustaba a su padre. Si viviera el viejo y viera en lo que se ha convertido mi vida…Sacó el tarro de azúcar de la alacena. Echó cuatro cucharadas en la taza. ¡Al carajo la diabetes! Buscó alguna galletita dulce para acompañar el café. Ni una. Definitivamente tenía que ir al supermercado.

Parado en el centro de la cocina, tomaba un sorbo caliente, mientras observaba salir una cucaracha de entre los diarios. Caminó hacia su encuentro y la pisó. El insecto quedó adherido a la suela de su zapato derecho. Una vez en el baño, tomó un pedazo de papel higiénico para limpiar su calzado. Después de tirar a la cucaracha por el inodoro, se acordó de la discusión del departamento de al lado. ¿Seguiría en pie?

Volvió a su cuarto. Seguían los reproches. De uno y otro lado. Ella le decía que no la amenazara. Que si ella se iba, se quedaría solo como un perro.

- ¿Te vas a ir de acá? Haceme reír. No sobrevivís un día sin mí. Aparte, si te vas, atenete a las consecuencias.
Fueron las últimas palabras que alcanzó a escuchar. Alguien había encendido la música del otro lado. Probablemente ella, en un ataque de histeria típico de mujer. Se quedó con la oreja apoyada en la pared. Y nada. Solo la voz de Freddy Mercuri; esa que siempre sonaba como un sedante para sus oídos. De golpe, un estruendo. Un tiro, se dijo para si mismo. Eso fue un tiro. A los pocos segundos estaba riéndose de su extravagante ocurrencia. Estoy leyendo demasiados policiales.

Revisó en su biblioteca. ¿Qué podía leer? Había comprado cuatro libros la semana pasada: uno de historia internacional, de Eric Hobsbawn, una biografía del anarquista Bakunin y dos novelas de Kafka. No se decidía. Finalmente, se tiró en la cama sin escoger ningún libro. Se levantó, puso la radio y se volvió a acostar. Tapándose con la frazada, boca abajo, cerró los ojos.

Despertó en el cuerpo de un perro. No sabía como había ido a parar allí. Pero no podía salir. Dos nenitos jugaban con él. Le lanzaban una pelota. Y él iba, la agarraba con la boca y se la entregaba nuevamente a los nenes. Así, repetidas veces. Hasta que se cansó. Se tiró panza para arriba en el pasto, esperando que alguien le alcanzara un pote con agua. Pero nada. Los nenes habían entrado en la casa. Lo habían hecho agitar y ahora se iban. ¡Que injusticia! Rascándose impacientemente el lomo, observó a su hocico lanzar unos mocos verdes y pegajosos. Se apoyó en sus cuatro patas y se metió en la cucha. La luz del parque se iba apagando poco a poco.

Se despertó en su cama. Palpándose el cuerpo, se dirigió hacia el baño. Al ver que el espejo le devolvía un rostro humano, se sintió aliviado. No estaría tan mal vivir como perro, balbuceó, mientras se mojaba los párpados con una toalla húmeda.
Pensó en afeitarse, pero la sola idea de mojarse la cara le provocó pereza.

Hojeaba el periódico, concentrándose solo en las noticias de asesinatos. “Un hombre mata a su mujer de cuarenta puñaladas” ¿No era suficiente con cinco o seis?
No había nada interesante en el periódico. Lo de siempre. Política, economía, espectáculo y crímenes, muchos crímenes.

Tomó un cigarrillo, lo prendió con un fósforo y se sentó cerca de la ventana que daba al pulmón del edificio. En el departamento de enfrente, dos ancianos tomando mate. Mientras el viejo cebaba, la vieja le hablaba. Y el viejo contestaba. Como estaba aburrido, comenzó a imaginar el diálogo de los ancianos. Y si. Cuando uno esta solo, se tiene que entretener con lo que tiene a mano.
La vieja estaba preocupada por su hijo menor. No encontraba trabajo el pobre.

-Si no se mueve, no lo va a encontrar, arremetía el viejo.
-No tiene suerte, Roberto. No seas tan duro con el nene.
- No es un nene, Estela. Tiene treinta cinco años. Ya tiene los huevos bien grandes.
- Siempre tan cerrado. No seas así con Enriquito. No ha tenido suerte. Encima la turra esa lo dejó.
- Se cansó, vieja. Lo tenía que mantener. ¿Cómo una mujer va a mantener a un hombre? ¿En qué cabeza cabe? En mi época no pasaba eso. El hombre llevaba los pantalones de la casa.
- Bueno, viejito, son otras épocas. Hay que adaptarse.
- Hay que resistir, Estela. Ahora los hombres usan cremas, tardan una hora para bañarse,; pasan más tiempo frente al espejo que las mujeres. ¡Eso no puede ser! ¿Qué clase de machos son? ¡Manga de afeminados!

Le resultó interesante la charla entre los ancianos. Como si hubiese sido real. Como si no hubiese nacido de su imaginación.
Sin embargo, al minuto sintió una tristeza desoladora. De esas que oprimen el pecho, cortando la respiración. Tenía que vivir la vida de otra gente porque su vida carecía de sentido. Y esa certeza lo hundía en una profundidad subterránea. Le mostraba su infelicidad. No había nacido para ser feliz.

Alguien tocó la puerta. Que raro. Un domingo, alguien por acá. Se paró y dejó el cigarrillo en el cenicero.

- ¿Quién es?
- La policía. Abra, por favor.
Sin saber por qué, dio un paso atrás, temblando. Después de unos segundos, volvió en sí. Yo no hice nada. ¿Por qué voy a tener miedo?
- Ya va, contestó.
Luego de ponerse el pantalón que estaba colgado en la manija de la puerta, hizo pasar a los policías.

Dos hombres daban vueltas alrededor de su casa y él, ahí, sin conocer el motivo de la visita. No quiso interrumpirlos. Uno de ellos, revisaba el dormitorio. El otro, había entrado al baño. Su intriga aumentaba a medida que pasaba el tiempo. Eran segundos pero parecían horas.
Por fin uno de los oficiales se dignó a hablarle. Rubén Gorostiza decía en su placa.

- ¿Usted sabe qué hacemos acá?
- No, oficial, ni la más remota idea.
- En el departamento de al lado hay una persona muerta. Aparentemente, la mataron.
Las palabras sonaron como un látigo.
- ¿Murió la mujer?
- No, un hombre, de unos 35 años aproximadamente. Lo encontramos con un balazo en medio de la frente.
Entonces fue un tiro el que escuché, se dijo sorprendido.
El otro oficial, con cara de perro buldog y cuerpo de duende, agregó:
- Queríamos saber si usted había escuchado algo; una discusión, un grito, un disparo.
Dudó un segundo. Ya tengo bastantes problemas con mi vida, pensó.
- No, no escuché nada. Estuve durmiendo todo el día. Y cuando duermo, no escucho nada. Tengo el sueño muy pesado, vio. En eso salgo a mi vieja. Le ponías un taladro y nada. Seguía durmiendo lo más pancha.
Los oficiales se miraron. Luego, lo miraron.
- Acá le dejo el número de la estación de policía. Por si acaso recuerda algo.
- Cómo no, oficial. Lamento no poder ayudarlos.

Le dio la mano a ambos policías y cerró la puerta.
Con una mano en la manija y con la otra en el bolsillo del pantalón, se quedó inmóvil. Lo mató nomás. Y yo que pensé que era ella la del balazo. Que se arregle la policía. Para eso están. Ya bastantes problemas tengo en mi vida para sumarle otro más.

BARRETO

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