miércoles, 1 de julio de 2009

El camino del absurdo

Se sentía atormentado. Su cabeza no paraba de funcionar un instante. Ni siquiera por las noches.

Buscaba el interruptor que desenchufase su cerebro. Al menos, por un rato. Pero era imposible.
La velocidad a la que viajaban sus neuronas era demasiado para su diminuto cuerpo.

La situación lo encontraba sobrepasado.

Creía haber perdido la brújula de su vida.
Y tratando de identificar el momento preciso en el que su existencia había dejado de tener todo sentido, se hundía más y más en su angustia.

Si tuviese que describir su mundo interior, él pensaría en un cuarto oscuro, sin muebles, completamente vacío, en el centro de una casa en tinieblas.

En los últimos meses, su crisis se había agudizado. Mientras algunos llamaban a ese estado interno depresión, el prefería otro nombre: crisis existencial.

Dicho cambio de palabras, en apariencia meramente formal, lo hacía sentir mejor. Más vivo. Lo elevaba por sobre la media de los hombres.

Porque él, se encontraba en una búsqueda más profunda, luchando incansablemente para encontrarse con su verdadero ser, con su esencia.

Sabía que debajo de su cuerpo, de su pálida piel, aguardaba por salir a la luz otra criatura. Que no se parecía en casi nada a él.

Esa ilusión latente, le daba por momentos una esperanza parecida a la felicidad. Pero cuando esa chispa se apagaba, la frustración aumentaba, convirtiéndose en una carga terrible de soportar, acechándolo bruscamente.

Sin embargo, sus penas no lograban vencerlo. Aunque iban ganando la partida, no lo habían derrotado.

El, no era de esos que se encogían de hombros ante las imposiciones del destino. Resistía. Como podían sus fuerzas, pero resistía.

Y esa sensación de estar luchando contra una abstracción, contra algo predeterminado vaya a saber uno por quién, exaltaba su carácter.

En ciertas ocasiones, la angustia le comprimía el pecho de tal forma que su respiración se entrecortaba y los latidos del corazón se debilitaban gradualmente.

Era esa misma angustia la que se empeñaba en separarlo de los otros.
Entre él y el resto había una distancia fulminante, un bosque impenetrable. Estaba él y, por el otro lado, los demás. Nunca iba a pertenecer al mismo grupo que ellos.

¿Incomprendido o loco? ¿Marginado o antisocial?
Se lo preguntaba con frecuencia.

Prefería considerarse un loco o un antisocial, ya que habría arribado a ambas condiciones desde su propia libertad, desde sus propias elecciones.

Si fuera un incomprendido o un marginado, los demás serían los responsables de sus desgracias, de sus fracasos, de sus desdichas.

Serían, en definitiva, los dueños de su vida. No era así.
El se hacía cargo de su libertad; por ende, era el único responsable de las consecuencias que generaban sus actos.

Esta certeza no lo privaba de pensar que muchas de las decisiones tomadas por el ser humano producen resultados ajenos a su voluntad.

No importaba eso ahora. Debía concentrarse en su objetivo más urgente: dar con la fórmula exacta para salir de su calvario. Para escaparse de ese espectáculo agotador en el que veía convertida su vida. Ser su propio espectador resultaba asfixiante.

Claro que de encontrar la manera de salir de ese camino de desdichas, la vida sería diferente. Tendría otra cara. Angelical, con una sonrisa amplia, con ojos brillosos, aquellos que anuncian un futuro mejor, donde los sueños son posibles de realizar y la felicidad pasa a ser algo tangible, que con solo desearla puede ser alcanzada.

Estaba tirado en la cama. Algo parecido a una idea venía dándole vueltas en la cabeza desde hacía unos días atrás.

A la vez que cerraba sus ojos y apoyaba sus manos debajo de su nuca, intentaba descubrir que era lo que tramaba su mente.

El reloj de su mesa de luz marcaba las tres de la tarde.

A las tres y cuarenta y cinco, se dirigió hacia la cocina. Miró el reloj de su muñeca.

Acaso he podido resolver en cuarenta y cinco minutos lo que no pude hacer en toda una vida, se dijo.

Su plan estaba en marcha. Según él, el inevitable éxito del mismo radicaba en su simpleza.

Su razonamiento era el siguiente: para poder romper con ese tipo de vida que lo estaba matando de a poco, debía encontrar el origen de sus males.

¿Quién otro más que su conciencia lo había sumergido en ese pozo sin salida? Nadie.

¿Quién se encargaba constantemente de juzgar cada uno de sus actos, hasta llevarlo a él, pobre tipo, a dudar de cada una de sus decisiones? Ella.

¿Quién se disponía con obstinación a humillarlo de manera implacable? Ella.

La conclusión era sencilla: solo eliminando su conciencia, podría convertirse en otro hombre, en ese otro ser que pedía a gritos tener un cuerpo propio.

He aquí la clave del plan: como resultaba imposible destruir de una vez para siempre su conciencia, la única manera de subordinarla a él era derrotándola. Pero, ¿cómo?

El día había llegado. Podía ser el principio de un nuevo rumbo en su vida. Su ansiedad y nerviosismo reflejaban la importancia del acontecimiento.

El pensaba: Si yo soy la tesis y mi conciencia es la antítesis, de una lucha dialéctica entre ambas debería surgir una síntesis superadora, es decir, el otro ser que hay dentro mío.

La cita estaba prevista para las 9 de la noche de ese día. ¿Los invitados? El y su conciencia.

¿En que parte de la casa se iba a dar la cita?, se preguntaba.

Concluyendo que la habitación era el sector de la casa donde sus ideas fluían con mayor naturalidad, a la hora señalada, ingresó en ella.

Sentándose en la punta de la cama, aguardó con algún signo de impaciencia la aparición de su invitada de honor.

A las nueve y diez, diez minutos más tarde de la hora pactada, percibió que no estaba solo.

Aunque su huésped fuera invisible, él sabía que estaba allí, en algún lugar del cuarto, observándolo meticulosamente, atravesándolo con la mirada.

Sus manos estaban empapadas. Su cuerpo, rígido. El semblante, pálido.

A las ocho de la mañana sonó el despertador. El, abriendo lentamente los ojos, no comprendía lo que estaba sucediendo. La cabeza estaba a punto de explotarle.

Se levantó de la cama. Una vez en el baño, se miró al espejo.

Echándose a reír estruendosamente, abrió las canillas de la ducha, pensando que la locura de sus sueños superaba en forma rotunda a su locura real.

Se quitó la ropa e ingresó a la ducha, imaginando las posibles caras de su conciencia.

BARRETO

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