viernes, 29 de enero de 2010

Encuentro con el bidet

Dedicado a los viajeros naciendo: Eli, Agus, Mayi, Dany, Naty, Virginia, Kevin, Franco, Nano, Facu, Legui, Nahu, el Jefe y en especial a mis hermanos, maestros y aprendices… Zarce y Potter, por darme fuerza, luz y dar por sentado que “toda piedra es un mero escalón”.
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Dados a la ruta
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Con la cabeza erguida
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Convencido que la ciudad no tenía nada más que enseñarme, agarré mis cosas y me fui rumbo a Capilla del Monte. Fueron catorce horas de viaje exquisitas: tenía a Zarce a mi lado, el Rock and Roll trepándome por el cuello y por delante enormes formaciones rocosas que me invitaban a bailarles en el lomo. Atravesamos un puñado de pueblitos sin alma y grandes ciudades sin corazón (como Rosario o Córdoba Capital, que son el espejo de Capital Federal sin olor a puerto) hasta que la ruta 38 nos hizo cosquillas en el ombligo y abrió a nuestra voluntad el camino que tanto soñamos andar. A todos dijimos que “nos ibamos de vacaciones”, mas bien sabíamos que nos iniciábamos en un viaje del que sólo el retorno a nuestra cárcel de cemento nos devolvería la mustia noción de no pertenecer a ningún lugar.
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Un pizca de algo
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Las sierras de Córdoba tienen la frescura de un blues de Albert Collins y su belleza es sólo comparable con la sensación de plenitud que las mismas propician; en otras palabras, para entenderlo hay que vivirlo, ya que no se trata de entendimiento propiamente dicho.
La bienvenida nos la dio un cartel luminoso que recordaba a los telos baratos del barrio de Boedo, mas el monte en verdad es un gran hotel. Los Anchorena supieron convertirlo en un shopping para cordobeses, rosarinos y porteños, en tanto los viajeros supieron servirse de sus enseñanzas. Sólo ellos importan. Son ellos quienes se alojan en el tiempo, en su tiempo, y es ese ritmo el que dicta el corazón. Las vicisitudes del no-tiempo -el reloj que corre en Capilla- tienen un aroma tan dulce que apaña la fatiga en plantitas de menta. El grandote es oasis y desierto, es vida y muerte, es tierra y agua, es Shiva y Shakti, es Yin y Yang, es espejismo y realidad. No es sólo un cerro que abastece de leyendas a los escépticos. Quizá, en otro momento, le dedique las líneas que merece, ahora quiero volcar mi experiencia del viaje en forma de crónica y es en esa empresa en la que me embarco.



Peripecias
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Aterrizaje
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Cuando bajamos del bondi (“micro” para las platenses, “cole” para la santafesina y “bus” para el yanqui), nos encontramos con uno de mis hermanos, ahí esperándonos para mostrarnos el lugar. Era el Potter de siempre, sin anteojos (allá no los necesita) y con un aspecto de chamán serrano de mirada profunda y palabras justas. Nos saludamos como si el tiempo y la distancia fueran sólo un pequeño escollo. Anduvimos las calles del centro capillense hasta que brotó una felicidad incontrolable desde el abdomen hasta la curvatura de los labios. Se dice que es el torrente de energía positiva que emana el Uritorco; mas no somos gente de dichos, sino gente de vivencias. La energía no se siente, ni se percibe; ha de ser esa la razón por la cual muchos transitan esos senderos como si estuvieran pateando por Corrientes y Callao: pobre de ellos.
Me hice de un montón de teorías para explicar esa “sensación”, “percepción” o nimia “impresión” del fluir de la energía, pero ninguna me convenció. Lo único que me seduce es que el entendimiento es una burda característica que, a diferencia de lo que establece la sociedad, nos pone muy por debajo del resto de las especies. Algunos tenemos una suerte de “canal” abierto para que esas fuerzas nos atraviesen como el río a las piedras. Mal que mal, al no estar iniciados pueden chupárnosla; mas tal cosa se aprende a cuidar como el agua hasta que nadie pueda corrernos de nuestro centro: mayor sea la cantidad de energía que uno absorba, menor es el cúmulo de cansancio que atosiga nuestra planta. Todo es voluntad.
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Zarce y yo, guiados por Potter, nos instalamos en un albergue juvenil de muchas pulgas (“Los 3 Gómez”) en el cual nos trataron como parte de su familia desde el primer día de estadía hasta el último. Como buen bicho de ciudad, desconfiaba sobremanera de la amabilidad a mansalva hasta que comprendí que no había ninguna necesidad de dirigirse mal hacia las personas, porque nada importaba, nada.
Mi hermanito Potter tuvo que irse a dormir porque el amanecer (que, en Capilla del Monte, no se ve) lo esperaba con mucho trabajo bien recibido. Todas las noches repitió esta conducta. Se despidió como un haz de luz.
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La luna de Capilla se la come el cerro, pero uno la siente como queriendo salir del pecho. Con Zarce dominamos a la perfección el lenguaje de los ojos: nos mirábamos y decíamos “¿Dónde estamos? No importa, estamos más que bien”. Sonaba Whitesnake en la techada, las mujeres salían de las bocacalles como ríos de lava incandescente, el aire se dejaba acariciar y masajeaba nuestros pulmones tabaquistas con amor de abuela. Nada podía salir mal: sin reloj, sin ciudad y con un pueblo mágico que nos abría los brazos con ternura.
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Dejando huellas
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La primer experiencia esotérica fue caer en cuenta que eramos dos forasteros que venían a buscar algo. Buscando, buscamos. Encontrando, encontramos. Sin mapas, brújulas ni amuletos llegábamos a nuestro destino siguiendo “el camino con corazón” que Juan Mattus le aconsejó a Castaneda. Una vez habituados al pueblo, sacamos la conclusión de que siempre seguimos el camino más directo y más rápido ¡Qué cosas! ¿Suerte de principiantes? No, simplemente dos amigos que sabían lo que querían y a ello se entregaban como el cielo a la tierra.
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Se dieron repetidas visitas nocturnas al Camping Municipal Calabalumba, donde se alojaban el Jefe (un amigo que me regalaron las calles de Lanús) y Nahuel (un muchacho simpático que siempre andaba en cueros y comiendo porros). La excusa fue huir del olor a Buenos Aires de los bares y pubs y pisar un poco la tierra. Tantas “fogatas sin fuego” se dieron ahí entre guitarreadas, mates, vino, fernet y humo de marihuana que, si hubiera rondado la zona un inspector de SADAIC, Charly, Spinetta y la familia de Pappo podrían haber comprado el cerro Uritorco y hacernos el favor de fundir la cervecera Córdoba (…y yo que pensaba que no había nada peor que la Isenbeck y la Palermo…).
El mayor atractivo del camping era la canchita de fútbol, un espacio “abierto” donde podíamos mear sin árboles y donde las luces de la ciudad no ofuscaban el cielo. El cielo…
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Hay más vida que en el mar
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El cielo de Capilla del Monte me vio volver a nacer, cambiar de piel. Mi primer encuentro con el cielo tal y como es fue un regalo de Potter. Me invitó a acompañarlo y no pude más. Lejos de las conjeturas que suelen oírse (“¡No somos nada!”, “¿Habrá vida en otro lugar?”, “¡Aguante la Mona!”), le dije: “Perdonáme, hermano, pero no puedo soportar tanta belleza”. Arguyo que me entendió. Yo venía acostumbrado a cargar con mi mochila y la de los demás: curtido de males. Pensé que era cosa de chicos dejar que la naturaleza te abrace y soportar la belleza, pero no: te abre la boca del estómago y te patea la cabeza. Me decías “cielo” y proyectaba un telón azul opaco con unas pocas perlitas abotonadas. Hoy me decís “cielo” y figuro el de Capilla del Monte. Uno experimenta la sensación de una semiesfera en donde ya no hay telón ni perlitas abotonadas, sino un océano de estrellas que centellean vida, una detrás de la otra, superpuestas, en perfecta armonía con el todo, hay perspectiva, tres dimensiones, un número considerable de ellas, me invitaban a tocarlas. Las tres Marías no son pequitas blancas solitarias, se las ve contentas con sus hermanas dándole forma a Orion. Jamás pensé que “no soy nada”, mas bien pensé que soy todo y no parte de un todo, sino todo fundido en mi y yo fundido en el todo. A eso llamé “Dios” ¿Qué más puedo decir de lo que habla por si mismo?
Salvo por los pueblerinos y los que visitan la ciudad en busca de amores fugaces, nadie me miraba raro cuando los invitaba a mirar las estrellas. Perdía el habla y no podía escuchar estupideces. Sólo me llegaba lo que tenía alma, corazón y vida (como reza alguna canción folklórica). Mas adentrado en mi tiempo y mi lugar, pude “soportar” la belleza; más que soportarla, pude ser ella.
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¿Viste ovnis? Más vale que vi ovnis. Todo aquél que se encuentre en ese pueblito ve ovnis. La pregunta correcta sería: ¿viste naves extraterrestres? La respuesta me la reservo. Las estrellas fugaces, los satélites, las naves de la NASA y los destellos que provocan los hijos de puta que pretenden hacer crecer a Capilla como centro turístico (esos bichos están camino a La Toma) no son ovnis, son “ovis”. De artificios del hombre volví empachado. Hubo solo dos momentos en los que sentí un escalofrío correr por mi espalda: el primero con Potter; el segundo, solo. Pero no es mi empresa alimentar el ego de los escépticos. Vean “ovis” y conviertan a Capilla del Monte en Villa Carlos Paz.
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La actividad extraterrestre es piel de mono* (están y punto), lo que realmente me compete es la actividad extrasensorial. Es una lástima que mis limitaciones humanas no me permitan documentar nada de ello; pero, como dije, el entendimiento es muy pobre, basto.
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*La expresión “piel de mono” hace referencia a una canción de Sobrenatural (Power-trío que integré junto con Hernán Colantuono y Esteban Parafioriti). Debe tener unos cinco años. Resumiendo, habla de todas las imbecilidades que apañamos siendo actores inconscientes.
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En el hostel
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La vida en el hostel era amena. Idiotas va a haber siempre acá y en la luna, pero pudimos cruzarnos con gente que realmente valió la pena conocer. Algunas personas estaban de paso, pero supieron dejar su huella. Me limito a hacer referencia de los buenos…
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Los que trabajaban en el hostel: Loren, una señora con una paz enorme y una sonrisa que cercenaba todos los males; Mirna, quien demostró que se puede trabajar con buena cara; Adrián, con quien compartimos charlas por demás interesantes; y Leandro, que trabajaba a sol y a sombra para que todos nos sintamos como en casa.
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Nuestros compañeros de habitación, habitaciones vecinas y aventuras: (Las tres platenses) Agus, siempre pensé que se había escapado de una película de Tim Burton; Mayi, el sargento buena onda; y Eli, la chiquita de la nube; Kevin, el yanqui más argentino, y humano a la vez, que puedas llegar a conocer; Nano, que vive a diez cuadras de casa y que, seguramente, si lo conocía acá nos hubiéramos roto la cabeza (lo conocí allá, como realmente es: un tipazo); Legui, paisano de Hurlingham, explosión de felicidad espontánea (alguna vez dije que tendrían que fabricar “leguis” en serie y venderlos en el supermercado); Facu, quilmeño, compañero de guitarreadas y de ritmo para las interminables actividades; Franco, de Once, viajero que cultiva la paz y maestro del “no importa lo que sos, sino quién sos”; Dany, de Colegiales, la dama de la juventud eterna y sonrisa amable; Naty, compañera de Cindor, de la que desconfiaba al principio porque pensé que era rosarina (me equivoqué, por suerte: Santa Fe Capital); y por último Virginia, la prima de Yayo, casi me vuelvo con acento villamariense de tanto gastarla, muy buena mina, me leía la mente y no mendigaba su energía.
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Cabe destacar un episodio en “Los 3 Gómez”. Zarce, Nano, Legui y yo habíamos formado un círculo perfecto. Se dio un momento de canciones profundas y Legui abrió el círculo (seguro olfateó estrógeno y se fue a la cocina). Se había formado tal campo energético que podíamos lograr lo que quisiéramos; pero, al zafarse una pata, nos empezaron a chupar hasta que éste volvió y rompimos juntos con la mala vibra.
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Andanzas
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Este apartado se presta para escribir una novela. No quiero escatimar en palabras, aunque encuentro más fructífero y llevadero ilustrar algunas capturas, sobre todo las que se volvieron aprendizaje.
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El lugar predilecto de este grupo siempre fueron las ollas de La Toma (a 1,5 km del centro). Caminando por las piedras del, tristemente seco, Calabalumba nos encontrábamos con una sucesión de ollas y sus respectivas cascadas: un lugar paradisíaco. Excepto por los estupendos subnormales que alteraban el ecosistema, podría decirse que todas las religiones lo adoptarían como elíseo. Alcanzar cada olla era un desafío, sin embargo las formaciones rocosas eran como amigos que te daban aliento y te decían “Parece difícil, pero no lo es. Mirá, servíte de este árbol, aferráte a esta piedra”. Esa es la voz de la naturaleza. Me costó horrores asumir que no todos pueden escucharla. Charlando con Potter se llegó al encantador aforismo que reza “una piedra es un escalón”. Aquél que comprende, ya no tropieza. Pasamos largos días echados como reptiles al sol y bañándonos en su seno.

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Recuerdo dos visitas a Los Mogotes:
La primera ocasión tuvo la gracia del Paso del Indio. Yo reía por dentro cuando me topé con construcciones de cemento y madera amurada con clavos, de todas maneras nos dispusimos a recorrer dicho paso. Nos sorprendió la perspicacia de los nativos para escapar de los españoles: eligieron un camino por donde no penetraban las armaduras. El “atrapaboludos” era una formación rocosa donde se aprecia el semblante de un aborigen. Luego de semejante decepción, retrocedimos y nos echamos en las rocas a buscar otras “caras”. Zarce encontró el estupendo rostro de un indígena de rasgos duros, Nano vislumbró un perfecto dragón de Komodo, un simpático pan dulce y la cabeza de un buda que jamás pude ver, las platenses creo que no vieron nada, el resto del grupo pasó un largo rato hasta figurar la idea que propinó Zarce, yo encontré al eslabón perdido entre Kart Marx y un cacique texano (cabe aclarar que se apreciaba a simple vista) ¿Observaciones? a) Cuando hay buena vibra uno se entretiene con nada. b) Los puntos turísticos son bosta de caballo engripado.
En nuestra segunda visita a Los Mogotes, seguimos el curso del río hasta que la vegetación se hizo densa y se esfumaron los androides que no pueden vivir sin lo artificial. Eramos cinco hombres: Zarce, Potter, Nano, Legui y yo. Lo peculiar fue nuestro comportamiento. Pude hacer un corte y diferenciar géneros: las mujeres con la presencia masculina son vivaces, pero cuando están solas parecen teletubbies que hablan de sexo y ropa; los hombres ante una fémina somos maleables como el barro, pero cuando es “cosa de hombres” nos vamos de la civilización a lo espiritual como linyera al guiso. Cantamos infinidad de canciones de toda índole hasta que Serú Girán y Charly tomaron la batuta. Cuando fue el turno de Luis, me vi ante el río cantando “Durazno sangrando” y se me vino abajo el mundo tal y como lo conocía. No le cantaba al momento, ni a mis amigos, éramos el río y yo: le estaba cantando al río. Al terminar, me invitó a acercarme para decirme “¿Ves que fácil es? Yo sigo mi camino, siempre con la misma fuerza, con el mismo vigor, mirando hacia delante y dejando que se estaquen los que no creen en mi”. Quedé atónito y no pude preguntarle otra cosa que no sea acerca de las piedras en su camino. Me dijo con ligereza “¿Tanto te preocupan las piedras? Miráme, les paso por el costado, por encima y cuando no hay dirección simplemente las atravieso”. Creo que no tuve un ataque de epilepsia, porque estaba bien conmigo mismo y con mis amigos. Fue un día increíble aquél. Todos aprendimos de todos y de todo. Nada podía castigar nuestro centro.
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Las salidas nocturnas por el centro fueron lo que son: salidas nocturnas por el centro. Implosión de ciudad.
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Me quedé con un arsenal de aprendizajes (y enseñanzas que todavía estoy masticando) de los mencionados lugares y de otros tantos más. Todavía estoy absorto en un trance hipnótico. Sólo se que más adelante hablaré del grandote y de los amigos de siempre y los nuevos. Tengo tiempo para digerirlo.
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De regreso
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En el bondi
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Con angustia masticaba los sanguches que me compró Virginia. No pensaba, proyectaba: eran millares de películas que podía apreciar con simultaneidad y, a la vez, tenía la mente en blanco. Dormí un buen rato hasta que paramos en Carlos Paz y el chofer me despertó para darme la noticia de que iban a robarle el lugar a mis piernas. Un idiota que se puso a torrar como un lobo marino y tenía que despertarlo a cada rato para avisarle de forma cada vez menos grata que se me salga de encima. Increíblemente, no me enojé, solo le pedí que duerma enfocándose al pasillo. Eso me preparó con lo que iba a encontrarme.
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Bitter Home Buenos Aires
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Bajé del bondi y recordé lo que era esa masa viscosa de gente que va a mil por hora hacia ningún lugar. La humedad me saludó jocosa y pude vislumbrar que a mi familia y amigos siempre los voy a llevar en mi corazón y que lo único que extrañé de Buenos Aires es el bidet.



Redactó Sanrod.

4 comentarios:

Roberto juarroz dijo...

Balbuceo del comienzo.
Balbuceo del final.

Desde nacer muriendo
hasta morir viviendo.

Y unas pocas palabras
extraídas del páramo
como flores ajenas al lugar,
abriendose hacia aquel origen
pero orientando su perfume
hacia aquel acabamiento.

Toda palabra es balbuceo.
toda flor es balbuceo.

Y todo entre los paréntesis
de una rocas partidas
y lagartos que huyen.

Nadie puede decirlo.
Nadie dijo mejor
cómo no se puede decir.

(al morir Samuel Beckett.)

MSR dijo...

Poder decir, se puede; pero que aquello que se diga cobre el mismo "sentido" desde la lectura de varias personas diferentes, o inclusive, de las múltiples miradas que pueda imprimirle una sóla persona definitivamente es un imposible.
Lo tomo como una crítica destructiva, y es bien recibida. La gente sólo mueve el culo para regalar flores marchitas; me gusta más la mierda fresca -al menos, conserva algo de vida.
Lo que escribí realmente es una porquería, lo que viví no puedo decirlo... que lo diga Samuel Beckett que le sale bastante bien.

the southern harmony and musical companion. B.C dijo...

No comprendió nada;
disculpe si mi entendimiento sobre lo que se debe comentar no esta ligado en exclusiva con su relato...
disculpe mi ignorancia...

Nuevamente le entrego un poema el cual podrá agradecer o escupir.

MSR dijo...

No, para nada, la regla acá es NO HAY REGLAS.
Además, estoy agradecido (en nombre de mis colegas) por que Ud. ha salvado dos gatitos...