miércoles, 6 de mayo de 2009

Dos generaciones, ¿dos mundos?

Al salir de su trabajo, Carlos se dirigió hacia el estacionamiento. Allí lo aguardaba su Chevrolet Astra, modelo 2006.

Una vez absorbido por el caos vehicular de la ciudad, colocó el estéreo del automóvil.

Pensando que sería más relajante escuchar un poco de música antes que alguno de esos programas de periodismo político que inundan las tardes radiales, sintonizó FM.

Un punteo de guitarra se manifestaba en toda su dimensión. El, tratando de descifrar al autor de tal magnífica creación musical, subió el volumen.

Después de unos segundos, exclamó en voz alta: “Ya me parecía que era Pappo”.

Dejándose arrastrar inconscientemente por la letra de la canción, su fastidio por la congestión de autos en las Av. 9 de Julio, quedó en un segundo plano.

La prosa era simple pero profunda.

A pesar de que no advertía con exactitud lo que le ocurría, su cuerpo comenzó a tensarse. Sus manos comenzaron a sudar. Una estrechez en forma de nudo se apropió de su garganta.

Imaginando que la canción en cuestión podría ser la causa de su repentino desequilibrio emocional, optó por cambiar el dial.

Sin embargo, su esfuerzo por escaparse de algo que hasta ese momento no tenia cuerpo ni forma, resultó en vano. Algo flotaba en su cabeza. Cada vez con mayor intensidad.

En todo el trayecto hacia su casa, se sintió raro, incómodo, tratando de poner en blanco su mente, de vaciarla.

Guardó el auto en el garage.

No había nadie en su casa. Sus hijos estaban en el cumpleaños de un amigo. Su mujer, en una conferencia de la OMS.

Se tendió en la cama y prendió la televisión.

Por más que pretendiera olvidar lo ocurrido unos minutos atrás, ahora conocía el motivo de su comportamiento. Entendía su reacción.

Esa canción, en apariencia inofensiva, lo había conectado con una parte de su pasado que había elegido amputar.
Con un pasado con el cual creía haber roto de manera definitiva mucho tiempo atrás.

En ese instante, descubrió que ese pasado estaba vivo. Que no había sido superado. Que volvía una y otra vez para martirizarlo.

Su memoria se activó para dar un salto retrospectivo y se detuvo en uno de esos días que se empeñan en marcar la vida de un ser humano.

18 de Marzo de 1984. Recordaba ese día como si hubiese sido ayer.

25 años de vida transcurridos no lograron borrarlo.

Carlos había cumplido un mes antes 20 años.

Vivía con sus padres y con su hermano.

Si bien la relación con su madre y con su hermano había sido siempre muy cercana, el vínculo con su progenitor era frágil, conflictivo.

Aquel día del año 1984 acabó por romperse, se deshilachó.

Carlos arribó a su casa a eso de las 10 de la noche. Venía de cursar una materia de la carrera de filosofía en la UBA.

Después de saludar a sus padres, se encerró en su habitación a leer.

Mientras devoraba un libro de Sartre, dos golpes en la puerta interrumpieron su lectura.

Abrió la puerta. La figura del padre, del otro lado de la misma.

Nunca se puede estar tranquilo en esta casa, pensó.

Advirtiendo una mueca de fastidio en la cara de su padre, preguntó:

- Qué pasa papá?
- La comida ya está lista.
- Ya comí algo en la facultad. Gracias igual.
- Cómo que ya comiste? Hace una hora que te estamos esperando con tu madre.


Carlos percibió que una nueva discusión estaba en camino y trató de evitar el mal trago.

- Te pido disculpas. La próxima vez no me esperen, así no se genera ningún problema.

Cuando se dispuso a volver a su lectura, se dio cuenta que su padre seguía parado en el mismo lugar.
Carlos levantó la mirada del libro y pudo apreciar una ira mortífera haciéndose carne en su padre, poseyéndolo.

- Acá el único y verdadero problema sos vos.

Carlos intuyó que se aproximaba un monólogo cargado de reproches, acusaciones y reprimendas.

Buscando sortear la inminente pelea, atinó a decir:

- Tenés razón. Soy yo el problema. No tengo ganas de discutir.

Sintió que la cara de su padre se transformaba, enfureciéndose a medida que los segundos corrían.

Efectivamente, el monólogo esperado por Carlos había dado inicio.

Roberto estaba indignado con su hijo.

Su visión de la vida distaba en demasía de la de su primogénito.

En primer lugar, nunca había asimilado que su hijo optara por una carrera tan liviana como filosofía. Siempre vislumbró que Carlos seguiría sus pasos, convirtiéndose en un abogado prestigioso y de renombre.

En cambio, no solo estudiaba una carrera de vagos, que no tenía utilidad alguna, sino que llevaba un estilo de vida bohemio, sin horarios, sin una organización, sin un orden férreo, como el que le había inculcado él desde chico.

No podía comprender como dos hermanos criados de la misma manera, por los mismos padres, resultaban ser tan distintos.

Su segundo hijo había finalizado la secundaria con un promedio cuasi perfecto, ganándose un lugar en el cuadro de honor del colegio.

Carlos, no. Siempre le había traído dolores de cabeza. Alumno regular durante toda su estadía en la escuela, con problemas constantes de inconducta, de rebeldía ante la autoridad.

Sentía que las diferencias con su hijo eran insalvables. Por mucho que lo amara, aunque rara vez lo demostrara, un muro lo separaba de él.

Barrera invisible que no permitía la mutua comprensión.

Dos mundos opuestos que se insertaban en el mismo tiempo y espacio. En el mismo seno familiar. Atravesando por completo una relación humana: padre- hijo.

Carlos, luego de escuchar a su padre sin emitir ni vocal ni consonante, pensó que era necesario tomar esa decisión que había venido madurando en su cabeza, que había sido alimentada con el correr de los meses.

Al día siguiente, guardó su ropa en un bolso y se fue del que había sido durante 20 años su hogar.

El miedo y la incertidumbre no eran ajenos a Carlos. Pero más fuerte que ellos eran sus profundas disputas con su padre.

Visiones de la vida irreconciliables, según creía él.

Tirado en su cama, luego de repasar mentalmente aquel día, no estaba tan seguro de que fuera así.

La distancia puede permitir analizar ciertos sucesos o etapas de la vida desde una perspectiva más amplia.

A esto se le sumaba su condición de padre, la cual le brindaba una mirada adicional, de la cual carecía en esos años de juventud.

Carlos parecía haber encontrado la verdadera causa de su particular relación con su padre: una brecha generacional que se había entrometido entre ellos para arruinarlo todo.

25 años habían transcurrido.

En todo ese tiempo el contacto con Roberto fue nulo.

El orgullo de ambos le había ganado la partida a su mutuo afecto.

Carlos tomó el teléfono y llamó a su antiguo hogar.

Al escuchar la voz de su padre, se le congelaron parte de sus cuerdas vocales, quedándole solo un hilito, ese que dijo:

- Hola papá, soy Carlos, tu hijo.


BARRETO

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