miércoles, 6 de mayo de 2009

Ayer, hoy y pasado mañana

Ella tropezó en una canción y cayó en este relato. Ama y señora de una singular habilidad para deshojar margaritas en afán de comprender su futuro -aunque un tanto alborotada: siempre perdía la cuenta.
La conocí en un sueño de ninfas y no pude con mis instintos. Monté, con escarbadientes, un patíbulo para la ejecución; de otra manera, no podía tocarla. Cedió, fue mía.
Fue el 19 de diciembre de 2004 que nos hundimos en la memoria. Un día agitado que encontró su cenit en un cruce de caminos.
Por la tarde, nos perdimos en el bosque y fue así que, en el cambalache de las almas, nos fuimos quedando solos. No tan solos, nos teníamos a nosotros: con un equipo de mate, cenando la luna, pereciendo, con pocas fuerzas para un manotazo de ahogado. El frío entumecía nuestros cuerpos y de sexo, mejor no hablar.
Estábamos solos, pero nos teníamos a nosotros, acompañándonos en la soledad: nuestra intrínseca manera de velar por los ausentes. Hablar de soledad en compañía es distinguir a los ausentes, o mutilar a los presentes; aunque de eso se trate el asilo, el olvido.
Pasamos la noche enredados, como serpientes (desarraigados de las supersticiones), hasta amanecer en forma de uróboros. Estábamos acompañados, nos teníamos a nosotros. Hablar de compañía en soledad es distinguir a los presentes, o mutilar a los ausentes; aunque de eso se trate la vida, el amor.
Al día siguiente, no sabíamos –o no sabía- sí estábamos solos –o estaba sólo- o acompañados –o acompañado-.


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Desempolvó Sanrod.

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